El autor se detiene en una de las muchas series de Netflix partiendo de conceptos del teórico de cine D. Bordwell.
Es bueno encontrar, entre tanta abundancia “netflixiana”, un caso reciente que sirva para proponer un análisis. Better call Saul es una serie creada por V. Gilligan y P. Gould en el año 2015, cuya cuarta temporada acaba de ser estrenada y que parte del ya célebre universo narrativo ideado por los mismos autores, Breaking bad (2008-2013). Sin explayarnos profundamente en la trama, vale decir que este “spin off” centrado en los acontecimientos de la vida previa del intrépido abogado Saul Goodman resulta oportuno para interiorizarnos en la concepción de la forma del lenguaje. Es necesario meternos en sus recovecos, mimetizados estilísticamente, y descubrir que los realizadores nos están presentando la forma de un modo particular, con un enfoque esencial en el tratamiento de los personajes y sus respectivas transformaciones a lo largo de la trama. Pocas series hoy en día logran eso. Todos los personajes sufren, a la larga, cruciales transformaciones. Pero, claro, como venimos anunciando esto se produce de un modo particular: implícitamente. ¿Por qué cuesta tanto comprender, en el ámbito cinematográfico (o en el mundo de las series), la cuestión de lo implícito? Tomemos esta producción audiovisual como excusa para reflexionar a partir de esto.
El arte es en sí implícito porque, en términos genéricos, se basa en la potencialidad del decir, de la expresión; es en esa potencialidad poética que se subsume el universo simbólico que el arte genera incansablemente. Y es cierto que no fue nada sencillo de lograr, pero acá el propósito no es sumergirnos en las crónicas históricas de la “forma de la expresión artística”, así que desarrollemos la problemática de lo implícito en el caso de Saul. El reconocido teórico de cine D. Bordwell[1], en sus análisis sobre los films, establece una serie de relaciones conceptuales y lingüísticas basándose en las lógicas de estructuración de un relato. Refiere a la relación autor-lector transpuesta a la situacionalidad del cine y cataloga al denominado “análisis sintomático» como la lectura por parte del espectador de los actos del autor, cargados de significados involuntarios que lo delatan, o bien revelan indirectamente su “presencia” en la obra mediante el estilo o a través de aspectos de índole narrativa.
Según Bordwell (1995), en todo audiovisual existen significados referenciales, explícitos, implícitos y reprimidos. Lo referencial apunta a la anécdota narrativa, lo que ya sabemos desde un principio; en nuestro caso de análisis sería: “las complicadas desventuras de Jimmy McGill, un pobre abogado caído en desgracia”. Mientras que lo explícito hace evidente la existencia de un espectador del otro lado: hay comprensión, hay lectura de esos hechos referenciales y se le puede asignar un significado conceptual a la historia (por ejemplo, la idea de la traición y venganza entre hermanos, o bien la idea del debate sobre lo moral). Pero lo implícito es entonces lo que más nos interesa, porque aquí se introduce la noción de interpretación y por lo tanto la inclusión de las significaciones simbólicas: por ejemplo, las conjeturas o presunciones a las que podemos llegar como observadores a partir del comportamiento de los personajes (¿la atípica patología que padece Chuck es psicológica o física, real o mental? ¿Jimmy busca hacer lo correcto o lo no debido?) Así es que descubrimos que todo puede llegar a ser más profundo y significativo que lo que aparenta en un primer acercamiento; y así, también, llegamos al último nivel de sentido que analiza Bordwell. El significado reprimido es un concepto clave y apunta a aquellas sensaciones que percibimos en los más mínimos detalles de forma y estilo (que pueden estar expuestos, por ejemplo, en el recurrente uso de algún tipo de plano). La serie los devela involuntariamente, o tal vez no, pero sí poseen un nivel de abstracción más intrínseco que las tipologías anteriores. Por ejemplo, Gould y Gilligan, creadores de la serie, terminan reconstruyendo (o “deconstruyendo”) casi exactamente la misma historia que en su creación anterior (Breaking bad): la degradación y caída moral de un personaje común. Hay cierta fascinación reflejada en el trabajo de los guionistas por trazar tramas que recorren personajes que quizás ya están “quebrados” desde un principio, pero que se vuelven muy entretenidos al ser observados en su lentificada caída al vacío.
Lo implícito, entonces, está en estos aspectos; no olvidemos que el lenguaje audiovisual se basa en un intenso trabajo perceptivo y conceptual, de desciframiento visual, de inferencia y de construcción narrativa que no dependen sólo del guionista o el director. Somos nosotros/as los que debemos decodificar ese mensaje implícitamente coordenado.
El conflicto claro y evidente de modo global (lo referencial y explícito según Bordwell) podría ser: Jimmy McGill, abogado caído en desgracia, busca hacer frente a su inestabilidad económica, ética y moral, a la vez que intenta enmendar lazos con su padeciente hermano, a quien alguna vez (y aún) le guarda rencor; pero Jimmy debe confrontar todo tipo de adversidades: desde procesos judiciales familiares hasta pugnas con la red de narcotráfico local. Al mismo tiempo, se desenvuelven las subtramas, como la de Mike. Pero el conflicto que se desliza de manera disimulada y subyacente podría ser otro: Jimmy y su choque con su “yo” interno, el siempre castigado y condenado estereotipo del personaje contrariado en sus interioridades problemáticas. Jimmy está loco, Jimmy es el personaje que está mal de la cabeza. Pero, veamos… todos lo estamos un poco, por eso somos tan parecidos a él. Y al estar todo diseñado de un modo aún más implícito que en el caso de Breaking bad y Walter White, la cosa cambia. Porque acá Gilligan se ríe de y con nosotros, porque sabe que nos sentimos identificados con Jimmy y lo queremos; sin embargo toda esa maldad, esa impureza, ese anhelo íntimo que desperdicia la bondad que puede haber dentro de él, ese despojo por lo trágico, por lo menor o lo inmoral, por lo falsamente ético, es lo que más ansiamos y más deseamos.
Es en esos rasgos donde enmascaramos nuestra realidad, donde nos escondemos bajo nuestras caretas. Gilligan nos “desnuda” como espectadores; y ya no lo podemos tomar como una exacerbación, una fábula exagerada, como lo era (muy inteligentemente fabricada) su antecesora: acá las concepciones son más serias, más duras, más crudas, y hay incluso más crueldad. Creemos que nos divertimos con Jimmy, pero sufrimos con él, descubrimos que somos internamente iguales o peores y así nos degradamos al compás del ritmo de la serie.
Con microtramas que nunca colisionan generando explosiones de enormes magnitudes, sino giros y reveses dramáticamente acertados; a través de silencios largos y una cuidadosa fotografía, BCS se convierte en una serie muy necesaria para despertarnos, al menos por un rato, de la sombría cotidianeidad (y abrumadora velocidad) de los tiempos posmodernos.
Otro aspecto sumamente importante es la estructura. No es lo mismo hablar de una estructura de tipo secuencial (digamos, cronológicamente ordenada) que de una estructura fragmentada o, más aún, de tipo asociativa: no necesariamente el relato tiene que estar “estructuralmente desordenado” o ligado a través de flashbacks o flashforwards distribuidos de modo arbitrario para afirmar que estamos “asociando” los elementos que se nos presentan en pantalla. Los saltos temporales están ubicados en determinados lugares y en momentos específicos por alguna astuta razón. Es una estructura asociativa, la que encontramos funcionando en esta serie desde sus tempranos comienzos (y que también es una implicancia estilística recurrente en los realizadores): asociamos los acontecimientos, así pertenezcan o provengan de otros rincones de la historia, rincones grises y oscuros, así hayan nacido en la base narrativa fundacional que es Breaking bad. BCS no se conforma con esa presión previa, y apunta un poco más allá, lo implícito se encuentra paradójicamente más destacado, más fuerte.
Lo dicho tácitamente triunfa y predomina hasta el punto de que nada queda del todo claro. Ahora bien, si la estructura de la serie fuera permanentemente asociativa o fragmentada a través de flashbacks se perdería el efecto interpelador y el seguimiento progresivo de los personajes, que está encendido de modo constante. Sin embargo, cabe preguntarse cómo se llevaría a cabo la construcción o reconstrucción de las tramas y vínculos de ellos si se nos presentara todo de manera lineal, cronológica, sin esos saltos temporales que introducen la pregunta y la incógnita tan atractiva y necesaria. BCS logra cautivar y una de las razones yace en su fabulosa estructuración y “mostración” de los acontecimientos.
Retomando el eje del análisis en la cuestión de lo implícito, valdría profundizar en una observación particular. Tal es el nivel de reflexión e interpelación en el que buscan sumergirnos V. Gilligan y P. Gould, que en la última temporada estrenada hasta el momento se introduce en el universo narrativo de la serie a un personaje que, casi sin mayores disimulos, nos representa a nosotros mismos. Se trata de nada menos que, y aquí arrojo arriesgadamente un leve spoiler, del ingeniero encargado de diseñar y llevar a cabo la realización del célebre laboratorio subterráneo de Gus Fring (ese que está recónditamente oculto en los pasadizos de una lavandería). Ese ingeniero, de origen alemán, representa la inserción de nosotros mismos, espectadores, dentro del universo dramático que la serie propone. Los guionistas se toman ese atrevimiento. Nos meten en la historia, somos testigos y nos ponen a prueba. Esta inclusión de nuestro “yo” impoluto se nos insinúa, como no podría ser de otro modo, implícitamente; un personaje para ser pensado, considerado, “decodificado” entre líneas.
Hay un paralelismo, claro está, entre el arco narrativo de Mike, Gus Fring y el mundo de las drogas con la cotidianeidad caótica de nuestro antihéroe Jimmy. Parece no haber necesidad en los guionistas de la serie en apurar esas tramoyas internas y enlazar de una vez por todas las dos líneas argumentales, que se mantienen separadas, distanciadas, evidenciada incluso esta lejanía a partir del uso de fundidos a negro luego de los cambios de planos y de escenas respectivas. Se genera algo internamente sorprendente, pero eficaz. Esos dos mundos que parecen tan disímiles y tan separados incluso por implicancias de carácter lingüístico-realizativo, en realidad se mantienen y se sostienen ensamblados permanentemente y casi que significan lo mismo. Son la metáfora justa y pretenciosa sobre el mundo de lo prohibido y lo ilegal, y el mundo de lo ordinario, lo trivial, lo mundano. Todo se mezcla, no hay límites. No hace falta citar a Foucault para advertir que vivimos en un mundo atravesado y conformado por redes y capas de poder interconectadas[2] que nos mantienen en un limbo y siembran un debate eterno entre el bien, el mal, lo que es correcto y lo que no: el poder está ahí, las mallas de poder nos rodean y nos dominan, están por todas partes, disociadas y asociadas a la vez, distribuidas en estratos o sectores sociales más o menos identificables.
¿Qué es lo correcto en este mundo? ¿Qué es lo que moralmente debemos hacer? ¿En dónde hallamos definidamente la frontera, la línea divisoria, entre lo lícito y lo prohibido? Hoy superabunda la información (mayormente digital y transmediática) y la productividad representa el rasgo característico del poder de nuestros tiempos. BCS puede entonces también ser considerada como una magnífica alegoría del poder que, cuanto menos, nos invita a pensar un poco acerca de lo que nos acontece día a día. Recordemos a Jimmy cuando, en el quinto episodio de la cuarta temporada, afirma: “Voy a ser un muy buen abogado, y la gente lo va a saber”, y mientras tanto Gus está forjando el imperio de drogas ficticio más poderoso de nuestros tiempos. Fring teje su propia malla de poder, Jimmy quiere forjar la propia. Dónde nos ubicamos, o bien con quién nos identificamos, es una decisión personal. Por el momento, preferimos ver triunfar y arder a la vez a un personaje en una serie que, aún en esa lenta incompletitud que sugiere constantemente, nos está hablando de los agitados y contrariados tiempos actuales.
En síntesis, BCS no necesita evidenciar explícitamente lo que significa la resignación, el sacrificio y la inminente caída al vacío de un personaje común que vive desdichado. No hay (casi) momentos de exaltación absoluta, no hay rasgos de obscenidad o superabundancia forzados desde lo visual, no hay violencia exagerada, no hay un colosal imperio de drogas montado por nuestro protagonista. Eso lo hizo Breaking bad, de modo indudablemente majestuoso y pomposo. BCS se guarda esas explosiones y nos revela a un hombre que, impensadamente, no es muy diferente a Mr. White en sus inicios. Un hombre que, más allá de las diferencias inmediatas, tenía una familia y alguien a quien amar. Pero cuando uno no está conforme consigo mismo, todo tarde o temprano acaba derrumbándose. BCS nos regala un relato acerca de la fatalidad de caer en la cotidianeidad de la vida y la simpleza en la comprensión del mundo, y nos dibuja en la pantalla un reflejo moral (o amoral, inescrupuloso) de nosotros mismos. Basta con observar con atención aquellas secuencias de Jimmy intentando desesperadamente huir de la fatídica banalidad de vender celulares en un negocio ordinario, y las maniobras nada honorables con las que se sale con la suya. La serie se puede transponer a cualquier tipo de contexto, e incluso trasciende fronteras (es una serie norteamericana que puede “leerse” desde Latinoamérica). Pero para comprender todo eso nos pide paciencia, porque es maravillosamente lenta.
Todos llevamos un Saul dentro. Gilligan y Gould nos están diciendo que despertemos y conversemos con nuestro yo interno, ese que no lo deja tranquilo a Jimmy a lo largo de cuatro vertiginosas temporadas. Que vean la luz esos conflictos morales internos sugeridos mediante la sutileza del lenguaje del cine. Que viva lo implícito que deriva en la posibilidad y la potencialidad máxima de lo no dicho. En los planos de BCS hay una carga enérgica de eso (véase la escena de Mike cuando debe tomar la compleja decisión de asesinar o no a Héctor Salamanca, en las instancias finales de la segunda temporada, cómo se nos sugiere un conflicto profundamente interno sin emitir palabra alguna). Lo caótico, lo contradictorio, adjetivaciones propias de la posmodernidad y del determinante fin de la objetividad en la razón. Porque, aunque Jimmy así lo quiera, no puede dejarse llevar por la racionalidad, no encuentra soluciones allí. La caída es lenta y apaciguada, porque a los personajes hay que comprenderlos como esa maldita forma de lo real. Así es el mundo, así es la vida y así somos todos: complejos, odiables, malditos, y al fin y al cabo reales. Con microtramas que nunca colisionan generando explosiones de enormes magnitudes, sino giros y reveses dramáticamente acertados; a través de silencios largos y una cuidadosa fotografía, BCS se convierte en una serie muy necesaria para despertarnos, al menos por un rato, de la sombría cotidianeidad (y abrumadora velocidad) de los tiempos posmodernos.
Publicado originalmente en La Cueva de Chauvet.
[1] Bordwell, D. El significado del filme, interferencia y retórica en la interpretación cinematográfica, ed. Paidós, Barcelona, 1995.
[2] Foucault , M. “Las mallas del poder” (1976), en: Estética, ética y hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1999.
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