La ciencia ficción, como género cinematográfico, reúne una serie de rasgos de estilo característicos: uno de ellos es la presencia de una mirada privativa hacia un otro. El siguiente análisis busca desentrañar estas cuestiones a partir de un célebre caso nacional: Invasión de Hugo Santiago.
En 1969, bajo el gobierno dictatorial de Juan Carlos Onganía, estrenaba Invasión, una película que buscaba exponer “una verdad prohibida para menores de 18 años”, según rezaba la imagen promocional del film en los diarios y las revistas de la época. Lo cierto es que este caso paradigmático del cine nacional resulta significativo para preguntarnos por la concepción de la mirada hacia y del otro en la ciencia ficción. ¿Quién es el otro en este film, ideado y escrito por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, y configurado cinematográficamente por Hugo Santiago? ¿Cómo se identifica y se comprende la presencia de ese otro? En principio, podríamos afirmar que se traza una frontera ambigua, dominada por la contrariedad como sensación preeminente. En el cine, al fin y al cabo, todo depende del punto de vista que predomine en la estructura global de la trama. Y esto se intensifica cuando todo el mundo narrativo se sitúa en una suerte de dimensión primeramente ajena y disímil, pero que se vuelve próxima y paralela, como es la ciudad de Aquilea (representación alegórica de Buenos Aires).
Recordemos que la ciencia ficción suele poner en evidencia la presencia de una mirada privativa y particular hacia un otro, para luego representar en escena la mirada ajena y distante de esa otredad: esa visión distorsionada de nuestra realidad mundana que ofrece el extraño. En este sentido, en Invasión, el juego simbólico es claro en cuanto a la identificación de la otredad como concepto del film —el otro como extraño, foráneo, disímil—, y los entrecruzamientos que se generan en el ámbito urbano como contexto espacio-temporal. Estamos ante un inevitable enfrentamiento armado entre dos bandos, que se preparan para el inminente ataque mimetizados entre la urbe y el tránsito cotidiano. Por un lado tenemos a los invasores, dispuestos a sembrar una especie de nuevo régimen represivo, y por el otro, el selecto grupo defensor, comandado por el solitario y longevo estratega Don Porfirio (Juan Carlos Paz), y liderado por el viril Julián Herrera (Lautaro Murúa).
En un sentido global, podemos decir que el tono que predomina en Invasión se aproxima más al campo ético-estético de lo fantástico, porque carece de elementos sobrenaturales y de explicaciones científicas, pero trabaja los senderos del extrañamiento de lo común y de lo cotidiano. En ningún momento se instalan certidumbres claras porque no llegamos a empatizar lo suficiente con esos personajes como para confiar en el hecho de que los invasores son precisamente eso: invasores, extraños; aunque los veamos perseguir y matar gente. Sin embargo, no podemos negar que se trata de ciencia ficción.
La mirada del/hacia el otro en Aquilea. “¿Cuántas cosas estos ojos en su camino habrán visto?” se pregunta Silva, una de las primeras víctimas fatales del equipo defensor, en una suerte de toma de consciencia hacia aquellas posibles verdades que sus propios ojos, presos de su mirada enceguecida, le han ocultado en más de una ocasión. Lo que nos lleva a pensar en cuántas cosas dejamos pasar inadvertidamente en nuestra cotidianidad, cuántas identidades y subjetividades ignoramos por completo en nuestro devenir, con cuántas vidas nos cruzamos día a día. “La gente no se da cuenta, y los que se dan cuenta tienen miedo como yo”, afirma más tarde Herrera cuando finalmente es capturado por sus adversarios, revelando esa verdad incómoda de estar siendo observados y controlados de modo permanente. Siguiendo esta lectura, podemos remitir a los célebres estudios de Foucault y a los replanteamientos de Gilles Deleuze, en relación a la transición de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control (1991) y los múltiples procesos de transformación en torno a un nuevo orden social que se consolida con el tiempo. El poder, en los nuevos tiempos posmodernos, ya no se ejerce de manera unidireccional, directa y explícita; sino de un modo fluctuante e indeterminado. Se trata de una nueva corporeización del poder, regida por nuevos procesos tecnológicos que tienden a enumerar y catalogar a la población precisamente como individuos, como cifras numéricas. La censura se presenta de manera implícita, el control se vuelve masivo y controlado por un entramado de zonas de poder productivas, ya no represivas y prohibitivas (la fórmula del “no debes”); a estos nuevos tipos de entrecruzamientos Foucault los denomina como las mallas de poder (1976). El control como adoctrinamiento se distancia, y se introduce en el marco social de modo indirecto. Están ahí entre nosotros/as, pero los ignoramos porque nuestra mirada es ciega.
En Invasión se dejan entrever ciertos atisbos de esto, precisamente por el contexto histórico en el que estrena, en principio a nivel nacional: durante el tramo final del gobierno de Onganía, que abre paso a un periodo de fluctuaciones políticas que desembocan en el Proceso de reorganización nacional. Es decir, que la obra funciona como una anticipación a esas renovadas formas de manifestación de poder y dominación que se empiezan a propagar de manera estratégica y sistemática, bajo la estructura de autoritarismos dictatoriales aliados con sectores civiles, productivos y eclesiásticos de la población. De nuevo: están ahí entre nosotros/as. Por esto mismo es que se vuelve necesario ese final abierto, acaso esperanzador, con el que cierra la obra de Hugo Santiago: existe la resistencia, la sublevación organizada ante el predominio invasor. Las reminiscencias al contexto socio-político de la región, más allá de las declaraciones al respecto de los realizadores de la cinta, se vuelven insoslayables.
El tono que predomina en Invasión se aproxima más al campo ético-estético de lo fantástico (…) pero en ningún momento se instalan certidumbres claras, porque no llegamos a empatizar lo suficiente con esos personajes como para confiar en el hecho de que los invasores son precisamente eso: invasores, extraños.
Don Porfirio y Don Wenceslao: un enfrentamiento ambiguo. Don Porfirio es el jefe, el superior, el hombre casi anciano que está al mando de toda la operación y se encarga de dar las órdenes pertinentes al resto del equipo, aquel selecto grupo de defensores de Aquilea. Junto a su fiel y observador compañero, el azabache minino Don Wenceslao, Don Porfirio se mantiene reflexivo y táctico en su hogar, en su enigmático despacho, tomando mate y cavilando estrategias; y no nos cuesta demasiado dilucidar que no está tramando una única operación, ni está al mando de un solo grupo armado. Hay algo en su gestualidad, en la solemnidad de su parsimonia, en su semblante recio y excesivamente calmo que nos hace suponer que, desde un principio, hay un Plan B en su cabeza. O algún secreto crucial. No obstante, sabemos muy bien que estamos ante un personaje conflictuado y contrariado, y esas fluctuaciones internas se alcanzan a percibir: por ejemplo, en la escena en la que escribe en puño y letra esa inminente declaración, casi derrotista, y luego la destruye frustradamente, entre planos fragmentados y vertiginosos.
Pero retomemos una vez más la presencia siempre alerta y clandestina de Don Wenceslao, su noble mascota, en quien Hugo Santiago hace énfasis con su cámara en prácticamente todas las escenas en las que participa Don Porfirio; precisamente para reflejar en él cierto desequilibrio constante del personaje, que lo excede y que se instaura en el resto de la estructura dramática del film. Podríamos aseverar, si insistimos en la figura del gato, que este silencioso personaje está presente para subrayar esa latente sensación de otredad que prepondera en el relato de Borges y Bioy Casares, que gobierna en ese universo narrativo. La presencia constante de Don Wenceslao también nos insta a considerar la posibilidad de Don Porfirio como un otro, como un potencial invasor camuflado; además de funcionar como un rasgo de caracterización de personaje, que refuerza el carácter solitario de este hombre aparentemente simple, amable, aunque frío y calculador. De cualquier manera, no podemos negar un cruce de tensiones a través del juego de miradas que entabla esta peculiar dupla de personajes en más de una escena. Tal vez el acento en las miradas furtivas de Don Wenceslao esté para personificar la mirada del otro que Don Porfirio no ha podido advertir de manera directa en esta ocasión, debido a su vejez, encerrado en la supuesta seguridad de su casa, en su resguardo eterno. Quizás su propio gato represente a ese otro, al invasor, a la invasión aún implícita que llega y azota aunque estemos refugiados en nuestras casas; a la misma presencia implícita que nos genera esa peculiar percepción de desdoblamiento, haciéndonos sentir permanentemente observados. En una película que juega constantemente con este tipo de lecturas, de misterios sugeridos, de oposiciones y enfrentamientos, bien podríamos considerar la presencia de una tensión de mirada hacia y mirada del otro (concebida en la dualidad que impera en el film: invasor/invadido) trasladada a las figuras de Don Porfirio y su gato.
Finalmente, ninguno de los dos bandos resulta ser muy distinto en cuanto al control moral y sus vicisitudes, a excepción de los atuendos oscuros en el caso de los defensores y las gabardinas claras en los invasores. Podemos advertir en estos personajes un profundo proceso de deshumanización que se va tornando explícito a medida que van siendo asesinados. En Invasión se siembran miedos latentes y amenazas que aguardan escondidas, se origina un universo que aparenta ser así desde siempre, instaurado y normalizado como la mayoría de los paradigmas que dictaminan los modelos de funcionamiento de la sociedad. La resistencia del final prepara su rebelión ante esas estructuras preexistentes. En este sentido, tal vez ese grupo defensor no sea más que una pantalla de las verdaderas fuerzas de defensa de Aquilea. De cualquier manera, el resultado está a la vista: siempre hay un invasor, así como siempre hay un invadido; siempre habrá un otro que los recursos del cine —y del género en sí mismo— se encargarán de extrañar y evidenciarde diversas maneras.
Publicado originalmente en La Cueva de Chauvet.
Bibliografía:
– Foucault, M. (1976). Las mallas del poder. En: Estética, ética y hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1999. – Deleuze, G. (1991). Posdata sobre las sociedades de control. En: Ferrer, Christian (Comp.) El lenguaje literario, Tº 2, Montevideo, Ed. Nordan.
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