El autor analiza diversos aspectos de Joker, a partir de la tensión que genera la utilización de un villano de cómics para construir un film sobre la desigualdad social y los peligros del capitalismo salvaje.
Ya no hay villanos. Lo que importa en Joker (2019), y ni siquiera se puede afirmar que sea poderosamente llamativo porque no es así, es el hecho de que no cuenta la historia de un villano. Un villano paradigmático no es eso. El protagonista de la última película de Todd Phillips no encaja en los parámetros de un verdadero antagonista (y no sólo porque sea, precisamente, el protagonista), más allá de los numerosos intentos de humanización a los que están acostumbrados este tipo de personajes en las películas clásicas, o no tan clásicas, de los últimos tiempos. Y no sólo en películas, desde ya, sino también en series. Pero acá, según mi lectura, la intención no es esa, no hay deseo de humanizar a un villano célebre y comiquero. Hay otros mensajes y otros sentidos, que parecen implícitos pero en realidad se tornan suficientemente evidentes.
El teórico cinematográfico David Bordwell propone, en uno de sus ensayos sobre la semiótica y los signos en los films, una categorización centrada en los diferentes niveles de sentido que se pueden encontrar en las películas. Habla primeramente de un sentido referencial y evidente, que da cuenta de la anécdota narrativa del film en cuestión, para luego trasladar el análisis a niveles de sentidos más interpretativos y subyacentes: los explícitos, los implícitos y los sintomáticos.
Ahora bien, la película nos habla de la desigualdad social y de la sonrisa hipócrita que tenemos que esbozar ante la adversidad y abyección que nos rodea cotidianamente en la ciudad, y en cualquier lado. Esa puede ser una lectura inicial, tal vez interpretativa o simbólica (un primer nivel de sentido explícito o implícito, siguiendo a Bordwell, 1989). Para eso había que agarrar a un “tipo malo” y “hacerlo bueno”, intensificar de manera casi forzada esa empatía e identificación del espectador con un pobre infeliz de clase media-baja al que le empiezan a suceder cosas terribles, para que luego explote de la manera más cruda. La premisa narrativa es simple, y por eso prefiero tomar a Joker como una película autónoma de cualquier multiverso expandido de DC, Marvel o de lo que fuere (que les cuesta tanto partir de la pureza de lo simple…). Ese personaje es autónomo porque funciona independientemente de las concepciones previas que tenemos acerca de la figura del “guasón” como parte de la cultura; más allá de las reiteradas referencias a los orígenes de Batman que, precisamente, están de más en la película (o sólo para complacer a los fanáticos). Podríamos decir, entonces, que el Joker como personaje protagónico es una excusa narrativa para, en cierta forma, hablar de otra cosa.
Pero lo más interesante, siempre, es el cómo, la forma, que condiciona al contenido que en primera instancia es simplísimo (la anécdota narrativa, el sentido referencial que analiza Bordwell). Cómo está contada, cómo está iluminada o musicalizada y, principalmente, actuada y dramatizada esta película es lo que prepondera, y acá hay que nombrar y elogiar a Joaquin Phoenix. La escena del baile improvisado en el baño público es alucinante, así como todas las escenas en las que se lo ve a Arthur delineando esa sonrisa cómplice de su decadencia rodeado de todo lo más nocivo que puede llegar a tener el entorno de ese personaje, de esa ciudad, etcétera. La escena de la heladera, por nombrar otro ejemplo, que un poco simboliza ese renacer del personaje cuando ya parece estar decidido a que todo se vaya al diablo de una buena vez, también es muy poderosa. Los planos tienden a ser aletargados, a generar una constante incomodidad en el espectador; abren paso a silencios prolongados que se tornan insoportables, hasta que esa música cadenciosa y melancólica entra en juego. Por eso la forma, el cómo, la sustancia, la densidad de todos estos aspectos es lo que gana. La “puesta en fase” de todos estos elementos, podríamos sentenciar.
La película presenta algunas falencias, lógicamente, como esa necesidad absurda de tener que introducir inserts de las secuencias del personaje en soledad, ya sin la joven muchacha con la que supuestamente había estado saliendo, como para dejar en evidencia algo que ya estaba clarísimo y construido de manera inquietante y casi terrorífica en la escena en que ella lo encuentra a Arthur sentado en el sofá de su departamento. Un pasaje que, además, estaba eficazmente construido desde el diálogo. Así como esos flashbacks fugaces de su madre lunática de joven, en el psiquiátrico; ¿qué necesidad había de mostrar esas imágenes, si todo ya nos quedaba suficientemente claro a través de la focalización interna de Arthur, partiendo de ese punto de vista introspectivo que se sostiene a lo largo de toda la película? No había necesidad alguna de generar esas rupturas en la estructura, esos saltos temporales que vuelven a la narrativa explicativa y hasta redundante, y que interrumpen burdamente el ritmo instaurado desde el montaje.
Que en realidad Arthur esté mal de la cabeza y tenga o haya tenido problemas psiquiátricos importa muy poco, porque la risa también es un mecanismo de defensa ante la hipocresía mundana del que se siente marginado del sistema; puede ser —o no— el síntoma de la enfermedad de un psicópata escuálido.
El mundo es el culpable. De nuevo, siempre, eternamente, el mundo y el sistema son culpables. Y bueno, sí, la película se la juega a dejar todo esto demasiado en claro, casi forzadamente, como admitía al principio, y para eso hay que sentir una empatía feroz por ese personaje desdichado. Ahí es cuando hay que salirse por un momento del audiovisual (o no), y mirar un poco alrededor: ¿acaso no vivimos así? ¿acaso el mundo real no es así? ¿acaso no hay gente que vive realmente de esta manera? ¿acaso no es eso mismo la injusticia social? ¿no será que todo es tan demasiado próximo, cercano y familiar que por eso nos resulta paradójicamente extremo y hasta irreal? Los contextos coyunturales varían, claro está, pero al fin y al cabo no importa que el Joker sea un psicópata o no, lo que importa es que el mundo es el culpable. El mensaje está bastante claro, y hasta admite otras lecturas e interpretaciones posibles. Pero está claro y funciona. Acá se circunscribe el nivel de sentido explícito (siguiendo a Bordwell), donde los valores conceptuales propuestos desde el guión salen a la luz en un primer nivel de abstracción. De a poco nos vamos aproximando a lo que la película nos quiere contar realmente, a sus verdaderos intereses y motivaciones, que tienen más que ver con el contexto que con la realidad interna de ese personaje en sí.
Es una película de narratividad clásica, que evidencia un fuerte conflicto interno de un personaje cargado de pulsiones (que por momentos pueden parecer azarosas, pero están), con un interés por generar disrupciones y suspensiones dramáticas que nos pueden desorientar y generar extrañamiento, ocasionando una especie de distanciamiento de ese tipo de narratividad. Pero al final termina habiendo un conflicto claro, y un giro final seguido de un desenlace bastante previsible pero letal. El relato funciona, y los elementos que lo componen también (principalmente, como decíamos, la actuación de Phoenix).
Que en realidad Arthur esté mal de la cabeza y tenga o haya tenido problemas psiquiátricos importa muy poco, porque la risa también es un mecanismo de defensa ante la hipocresía mundana del que se siente marginado del sistema; puede ser —o no— el síntoma de la enfermedad de un psicópata escuálido. De nuevo, poco importa. Además, como ya advertimos, se trata de mirar alrededor de uno mismo: por ejemplo, es sabido que no tenemos permitido compartir recurrentemente información o publicaciones consideradas por el sentido común como “depresivas” en redes sociales como Facebook, porque sino un mensaje privado automático de la empresa nos va a preguntar qué nos anda pasando. Esto es real. Esto está probado. Porque, ¿no se supone que tenemos que estar felices todo el tiempo? Si nos entrenan para ser apolíticos, acríticos, para nunca cuestionar. Si hay un orden implícito, un control y una censura solapados, no manifiestos. Pero a pesar de todo hay que reír, porque la vida es una comedia.
La escena del programa conducido por el descarado personaje de Robert De Niro es formidable, exponiendo toda esa parafernalia frívola de los programas hipermediáticos yanquis. También la escena final, exhibiendo esa crítica a los medios, siempre impúdicos, siempre capaces de grabar y registrar todo. A la vez son contradictorios, porque ese caos final, esa destrucción que impone el Joker al arruinar esa transmisión en vivo, es al fin y al cabo lo que más le conviene a los medios televisivos. Esa escena que critica de manera fulminante a los medios es desafortunadamente muy breve, muy fugaz, y representa un aspecto que podría haberse desarrollado un poco más en la globalidad de la película. Incluso una subtrama del personaje de De Niro, que era ese sujeto de fascinación de Arthur Fleck, se podría haber desplegado con mayor profundidad.
Texto y con-texto. ¿Cuál es la crítica que muchos pueden llegar a pronunciar con respecto a esta película, y hasta catalogarla como decepcionante? Lo que decíamos al principio: que un personaje preconcebido por los cómics, cargado de matices y contrariado por su interioridad problemática termine en manos de un guionista, o de un director, que de entrada quiera remarcar y destacar el peligro de la sociedad, del mundo, de los sistemas, del capitalismo salvaje… en vez de mostrarnos a un verdadero villano. Cuenta otra cosa, a partir del punto de vista de este protagonista. Los sentidos explícitos e implícitos son otros, y evidencian los niveles de sentido sintomáticos de la película: todos esos rasgos de sentido que son reprimidos, que son introducidos en el film de manera involuntaria (por ejemplo, cabalmente, el hecho de que al verla nos sintamos más identificados con el contexto social, urbano y político que con el personaje del Joker en sí mismo). Esto se puede relacionar con concepciones que abordan numerosos autores y teóricos del cine, cuando hablamos de esos aspectos que literalmente se imponen en la obra, o no existen. “Se imponen desde el contexto o desde la personalidad de un autor o a partir del encuentro entre ambos. Es producto de una interacción, no de una intención (sin lo cual se reduce a un somero mensaje ilustrado por una fábula)” (Vanoye, p.27, 1991). En esta cita, precisamente, el narratólogo francés refiere a todos aquellos rasgos de índole “temáticos” que se introducen en la obra de manera sintomática, involuntaria, que son posiblemente inadvertidos por el realizador o guionista, pero profundamente valiosos.
Ahí recae la cuestión: Todd Phillips no quiere contarnos la historia de un personaje antagónico, ni siquiera de un villano humanizado, nos quiere hablar acerca del peligro de la sociedad y los sistemas, los mecanismos de control implícitos que subyacen por debajo de todo orden social o político-social. Habla de la suciedad, de la ciudad, de la marginalidad, de la decadencia moral y de los sistemas de poder. Y todo eso evidentemente cobra aún más sentido en la coyuntura actual, tanto de Estados Unidos como del mundo.
Por esto mismo a muchos la película los decepcionó, o les pareció muy arriesgada. O incluso, tal vez, todo lo contrario: les pareció algo que ya se ha contado muchas veces y que carece de originalidad. Recordemos que el eje temático de la problemática social, el racismo, la discriminación, las disidencias y las desigualdades, es un tópico muy trabajado en Hollywood en los últimos años y no es nada nuevo; “todo texto parte inexorablemente de otro texto” sostiene el teórico Gérard Genette (y es la principal hipótesis de su Palimpsestos, 1982), y uno de esos textos es el contexto histórico mismo. Pero acá no se está dando forma a un villano, hay que decirlo: se está hablando de los problemas de la sociedad. Suena abstracto o simple, pero la película habla de eso. Y en ningún momento se traiciona a sí misma.
Publicado originalmente en La Cueva de Chauvet y Deseo de Cine.
Referencias bibliográficas:
– Bordwell, David (1989), “La elaboración del significado cinematográfico” en El significado del filme. Inferencia y retórica en la interpretación cinematográfica, Ed. Paidós, Barcelona, [1er ed. cast. 1992].
– Genette, Gérard (1982), Caps. I y VII en Palimpsestos, Taurus, Madrid, [1ra ed cast.]. Págs. 9 – 44.
– Vanoye, Francis (1991), “El guión como conjunto de propuestas de contenidos” en Guiones modelo y modelos de guión.
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