El autor nos invita a analizar «Stromboli, tierra de Dios» (1950), clásico de Roberto Rossellini, haciendo foco en los cruces entre ficción y documental que son una marca de estilo del gran cineasta italiano.
A partir de este film del realizador italiano Roberto Rossellini, nos podemos plantear múltiples interrogantes acerca de los modos de representación y de narración en el cine. En principio, resulta interesante reconocer que existe una sólida tensión entre rasgos ficcionales y documentales en numerosas escenas y pasajes del audiovisual, tensión de la cual el director se vale para dar forma a su relato. Rossellini nos traslada a un paraje sombrío y estéril, pero no por esto deshabitado, que es la isla de Stromboli; allí es donde Karin (Ingrid Bergman) espera redescubrir su libertad, al casarse con un prisionero de guerra huyendo de los campos de concentración. La joven, tempranamente, se comienza a sentir agobiada y asfixiada en este nuevo mundo que le es inmensamente ajeno, y esto se refuerza en las miradas agudas y amenazantes de los pobladores autóctonos. Las personas que habitan este nuevo espacio son personajes que se interpretan a ellos mismos, verdaderos lugareños de la isla, siendo esto un rasgo característico y elemental de la corriente del Neorrealismo italiano. El montaje de la película, de a poco, empieza a insistir con instancias de descripción y caracterización de la isla y sus habitantes: como aletargadas escenas de pesca matutina ritualística, que expanden y describen con mayor precisión ese mundo, ese universo. Descubrimos que lo realmente significativo para Rossellini es construir ese espacio de la manera más verdadera posible.
En escenas como la de la pesca nos surgen los interrogantes a los que referíamos, a la vez que se siembra la contradicción en el espectador: ¿qué recursos y estrategias se funden en esa fugaz escena en particular? ¿estos aspectos documentalizantes (Odin, 2000) potencian la narración? ¿Con quién nos identificamos como observadores? ¿con Karin, el personaje de Bergman, y su desdichada decisión de arrojarse a vivir en ese mundo extraño y desolado, más allá de que no parecía tener otras opciones de escape? ¿o acaso la empatía nos lleva hacia el lado de los pescadores, de ese niño que no puede evitar el llanto, de las mujeres que hablan aquél idioma tan lejano, de los habitantes en general? En otros momentos del film, tales como ese en el que Karin se lleva a la boca un pasto extraído de la propia tierra de la isla, también nos volvemos a preguntar si estamos ante rasgos estilísticos de ficción planificada de antemano, o ante cierta búsqueda de pureza en la improvisación. O si acaso ambas intencionalidades son válidas y reconocibles. La realidad es que no podremos encontrar respuestas certeras, aunque sí remarcar y recordar la supremacía de la institución de la ficción (Odin, 2000) y sus parámetros de representación (y reproducción) a la par de la autoproclamación de los modos de producción hollywoodense; pero valerse de la tensión documentalizante como estrategia narrativa y estética es lo que deberíamos destacar en películas como Stromboli.
El film nos lleva a deambular sobre tierras que en algún momento volverán a ver el fuego ardiente de un volcán activo, y se volverán a encender como nos lo evidencia catastróficamente la película en determinadas escenas. Eso no sólo funciona como una verdadera figuración simbólica del ardor en el interior de Karin, y de su temor constante, sino que nos recuerda que estamos en un espacio real, no ficcionalmente construido. Esa isla existe, con ese volcán y con esos pobladores. El relato funciona en Stromboli, porque es el sitio adecuado para representar esos miedos latentes y establecer quizás cierto paralelismo y comparación entre el pesar de la protagonista y de los lugareños: un espacio ajeno o un espacio común y cotidiano, pero los miedos siempre acechando alrededor. Rossellini es muy consciente de que Stromboli es el espacio y el contexto apropiado y por eso introduce, por ejemplo, la ya referida escena de los pescadores: para remarcar esos rasgos, esas condiciones, esa mezcla de naturalismo y cotidianeidad propia de un pueblo y un contexto. Se trata nada menos que de capturas, registros, recortes o bien documentos de realidad impuestos de manera deliberada dentro de las secuencias del audiovisual. Si miramos con atención (y problematizando lo observado en párrafos anteriores), podemos incluso llegar a la conclusión de que esas escenas no sólo describen, caracterizan y profundizan ese mundo, sino que también narran y hacen avanzar la acción. La película encarna un relato verdaderamente dramático al borde de la tensión ficción-documental, valiéndose de los recursos de esa tensión, como casi todo film del Neorrealismo Italiano de mediados de siglo. Lo primero que pensamos es que esta fuerte presencia de interrupciones como la escena de la pesca deberían distraernos del conflicto nodal del relato, pero no: lo refuerzan. Y, no obstante, no hablaremos de pausas dramáticas o momentos de distensión temporal, porque reconocer que estas instancias de interrupción también sirven para narrar y expandir el universo es algo sumamente valioso y por eso mismo representan una ruptura de cánones y parámetros establecidos.
Ahora bien, ¿cómo dialogan estrictamente el mundo real y el espacio de la ficción? Debemos ser conscientes de que estamos frente a otro fuerte rasgo de intromisión de la realidad en el film: Ingrid Bergman, que interpreta a la protagonista, es también una extraña en ese contexto. Rossellini parte desde una realidad inmediata, porque Bergman no sólo es la cara visible de ese desconcierto y agobio ante lo ajeno y lo desconocido personificado en la mujer recién casada, sino que la actriz proviene de un mundo que es fuertemente disímil al que vemos en pantalla, no sólo desde un plano diegético. Bergman, al zambullirse en el film del realizador italiano, se está atreviendo a alejarse de aquella fábrica de ilusiones perfectas que es el modo de realización y representación de Hollywood, para exiliarse profesionalmente a una ignota isla italiana en condiciones peligrosas y extremas, y rodeada de pueblerinos que hablan en un idioma que le es profundamente impropio. ¿Cómo pueden estos aspectos no provocar cambios sustanciales en la imagen final que llega al espectador? La historia nos cuenta que Ingrid Bergman le propuso al mismo Rossellini formar parte de alguna de sus futuras películas, maravillada por las formas de narrar del director. En una de sus cartas, afirma:
Estimado señor: vi sus películas Ciudad abierta y Paisà, que me gustaron muchísimo. Si necesita a una actriz sueca que habla muy bien inglés, que no ha olvidado su alemán, que no es muy comprensible en francés y que en italiano sólo sabe decir “ti amo”, estoy lista para ir a hacer una película con usted.1
A partir de esta cita de una de esas cartas se puede advertir esta propia consideración de la actriz como alguien dispar y ajeno a ese tipo de cine y a esa clase de marcos contextuales; en este caso evidenciado en su justificación del manejo del idioma. No obstante, ella “estaba lista” para hacer una película junto a él, más allá de lo que provocó verdaderamente su participación en el film y aquél romance extramatrimonial que sostuvieron.
Rossellini parte desde una realidad inmediata, porque Bergman no sólo es la cara visible de ese desconcierto y agobio ante lo ajeno y lo desconocido personificado en la mujer recién casada, sino que la actriz proviene de un mundo que es fuertemente disímil al que vemos en pantalla, no sólo desde un plano diegético.
Al fin y al cabo, debemos admitir que la trama se vuelve realista no sólo por exponer de manera cristalizada todos los aspectos propios del neorrealismo, como los actores no profesionales interpretando a las clases de la sociedad, la exposición de esa realidad cruda y estremecedora que tiene que ver con la pobreza, con el conservadurismo ideológico y religioso, con esa suspensión histórico-temporal que establece el volcán no permitiendo que la sociedad avance y evolucione (al menos en condiciones arquitectónicas). Todo esto se ve reflejado en la hostilidad de los habitantes de la isla ante Karin, que se mantiene aterrada pero nunca se termina de despojar de esa intención de conocer e identificarse con el espacio extraño, perdido y olvidado. Y todo esto se ve implícitamente resignificado en el verdadero rostro de Karin, que es el de Bergman, y en los verdaderos rostros de los habitantes. Quizás esta es la idea de verdad para Rossellini, su propia verdad, que de ningún modo significa lo mismo que la verosimilitud.
Más allá de la posterior escena que nos expone ese diálogo de Karin con el volcán, y de lo que representa simbólicamente ese volcán en sí, la fuerza narrativa del film recae en esta tensión documentalizante como estrategia. Rossellini se vale de múltiples elementos para construir este relato, pero el primordial es aquél desde el cual parte en un principio: la conjunción de dos mundos. Nos referimos a la mirada del otro ante lo desconocido, frente a la intimidante observación de los lugareños; pero también hablamos de la intromisión de la realidad y el resquebrajamiento de ciertos modos de representación, cuando Ingrid Bergman se sumerge en ese modo de hacer, en esa forma de narrar plenamente nueva para ella. Podríamos hablar, en relación a esto último, de historia 1 y de historia 2 (Piglia, 1986), de un conflicto claro y otro subyacente. Al final, no es Karin la única que se enfrenta a ese marco: es la actriz misma, atraída por Rossellini. Y no es Bergman la única que se enfrenta a ese exotismo natural sucumbido ante el dios volcánico: es el cine mismo y sus tensiones.
1. Ingrid Bergman (carta a Roberto Rossellini). Recuperado de: https://www.espinof.com/cine-europeo/stromboli-tierra-de-dios-el-volcan-la-chica-el-cine
Publicado originalmente en La Cueva de Chauvet.
Bibliografía:
– Bordwell, D. (1989). “La elaboración del significado cinematográfico” en El significado del filme. Inferencia y retórica en la interpretación cinematográfica, Ed. Paidós, Barcelona, [1er ed. cast. 1992].
– Odin, R. (2000). De la Fiction. Bruxelles: Éditions De Boeck Université.
– Piglia, R. (1986). “Tesis sobre el cuento” en Formas breves. Editorial Anagrama, Buenos Aires.
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