El autor analiza algunos aspectos de Dolor y gloria, el nuevo film del cineasta español Pedro Almodóvar. Contiene (pocos) spoilers.
El multipremiado realizador español presenta su nueva película, un relato introspectivo protagonizado por un entrañable y empático Antonio Banderas, quien personifica a Salvador Mallo, un viejo cineasta desmotivado y caído en desgracia. Una reflexiva voz en off empieza a hilar una estructura asociativa (desarrollada a través de flashbacks y aparentes saltos temporales enfocados en la infancia de Salvador), y más pronto que tarde reconocemos en pantalla al mismísimo realizador de la película. Es que el cine es ante todo un dispositivo para contar historias, pero eso no significa que esas historias deban ser ajenas. Al cineasta que hace “cine de autor” (escribir y dirigir) siempre se le atribuyó esa especie de mayor grado de apropiación del mensaje, del relato, del discurso, como si fuera un plus asignado de manera anticipada. En este caso, Almodóvar se piensa y se cuenta a sí mismo, pero no sin dotar de vida y conflicto al personaje y a la realidad que vemos en imágenes y sonidos. Construye y representa una realidad, a partir de una mirada íntima y personal pero partiendo de conceptos eternos y complejos como la ausencia, la soledad y el distanciamiento, así como el amor y la pasión creativa. El resultado es feliz.
Una película que invita a reconciliarse con uno mismo, porque el cine también puede funcionar a modo de texto catártico. Y es que se nos inserta en una focalización interna de este pobre cineasta cargado de dolencias, enfrentándose a nuevos desafíos que no quiere asumir, forzado a recomponer lazos con compañeros de trabajo que no ve hace décadas. No obstante, Almodóvar nos recuerda que el realizador no se olvida en ningún momento del espectador: del otro lado están los principales responsables de toda su trayectoria, del éxito fogoso y problemático del artista. Si el mismo protagonista creador no se siente inocente, tampoco lo es su público, afable y complaciente pero muchas veces cruel como el mundo que habitamos. Y por eso hay momentos memorables en la película, como aquél en el que Salvador, entre chinos y desequilibrios emocionales, decide quedarse en su casa y no asistir al reestreno de su mayor éxito comercial luego de 30 años. La sala repleta de espectadores y seguidores que esperaban ansiosamente su regreso se ven limitados a hacerle preguntas a través de una llamada por celular en altavoz, para recibir de vuelta poco más que respuestas dubitativas, esnifeadas de heroína y ofensas varias.
La película también captura una profunda relación entre las distancias y las ausencias. Ahí se abre un camino que nos puede llevar a una reflexión que podríamos resumir de la siguiente manera: el distanciamiento, geográfico o afectivo, provoca insondables transformaciones. Cuando Federico (Leonardo Sbaraglia), el viejo amor de nuestro protagonista, se va a Buenos Aires y reconstruye su vida lejos de las adicciones, forma una familia y se casa con una mujer, hay un lazo que está rompiendo involuntariamente no sólo con el pasado sino consigo mismo. Cuando Salvador se distancia de su madre, sumergido en un éxito entre precoz y no deseado, se consolida una frialdad suficiente como para que ella misma le recrimine muchos años después que no ha sido un buen hijo. El cine y su sistema simbólico de representación de realidades, muchas veces ajenas, corre ese riesgo: el del alejamiento, el distanciamiento, la separación y la ruptura. El cine, tan adherido a la representación de la realidad, muchas veces nos aleja de ella. Y en ese pozo propio Salvador se hunde y se entierra, con el tiempo y el pesar interno, con la profunda desazón tanto física como psicológica castigando sus horas, con una mente vasta de imágenes, de ideas y de realidades, pero incomprendida y distanciada de su propia realidad.
Una película que invita a reconciliarse con uno mismo, porque el cine también puede funcionar a modo de texto catártico.
Con la distancia, todos esos vínculos llenos de intensidad, de misterios y de pasión, se vuelven vacíos, llanos y superficiales. Pierden emoción, como esa cotidianeidad mecánica y suspendida del director de cine que por diversas razones no se encuentra capaz de seguir creando y produciendo. Por suerte, el último trabajo de Almodóvar tiene final feliz, y ese final a la vez devuelve el encanto natural y puro del cine, y funciona por eso mismo como un agradecimiento. Se comprende esa redención final del realizador, que encuentra la aptitud para seguir creando, y un íntimo agradecimiento hacia el cine y su dispositivo que permite desenterrar los momentos más sugestivos del pasado, y hacerlos presentes.
Ante este pesar del distanciamiento, tomándolo como posible punto de partida, Almodóvar se propone reconstruir su historia personal, sus miedos e inseguridades implícitas, así como volver implícito lo que los espectadores suponíamos evidente. En su álter ego interpretado por el despeinado Banderas (igualito a Almodóvar), el realizador expone un conflicto interno que nos hace sentir identificados a todos, porque todos tenemos demonios latentes en nuestro interior y, claro está, todos padecemos de alguna u otra forma la distancia y la ausencia. Por eso es que el director se propone reconstruir el pasado, y lo hace desde un punto de vista que rememora y selecciona aquellos momentos añorados, fascinantes, expuestos ante los ojos hambrientos de un floreciente niño. Lo cautivante de la película está en cómo contrasta esa mirada del Salvador niño con el desánimo desesperanzado de su madre (Penélope Cruz) y la penuria que describe ese supuesto espacio gris y desolado, que es la “cueva” en la que viven. Ese espacio gris y desolado, es lo que dispara el deseo de Salvador para reanimarse y reconsiderar su capacidad creadora en la línea argumental del presente.
Entre ese naturalismo ya clásico que caracteriza el cine de Almodóvar, se esconde una especie de autoficción biográfica, que construye una realidad diegética (la historia de Salvador y sus vínculos) pero que lo acerca al director a su propia historia y a su propia vida. El distanciamiento, finalmente, se vence. Porque el plano final nos lo reivindica: hay que hacerse amigos del pasado, porque ahí yacen nuestros primeros deseos, que son los que nos siguen motivando en el presente. Hay que hacerse amigos de nuestra propia realidad. El cine, el dispositivo del cine, finalmente suprime esa distancia.
Publicado originalmente en La Cueva de Chauvet.
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