En su tercer largometraje como guionista y director, Charlie Kaufman presenta una pieza de exploración narrativa que nos invita a un proceso de autorreflexión y redescubrimiento personal.
La siguiente nota ofrece una reflexión post-visionado que invita a seguir repensando la nueva película de Charlie Kaufman (I’m Thinking of Ending Things, disponible en Netflix). Contiene spoilers.
No es fácil pretender clasificar, categorizar, ni englobar en algún género más o menos definido a esta obra audiovisual contemporánea, de narratividad debilitada pero dramatismo extremado, y compuesta por diálogos intelectuales que impulsan a la cavilación existencialista y al pesimismo más fatalista. Una obra que, al mismo tiempo, despliega una considerable cantidad de referencias a otros textos preexistentes (y cuando decimos textos, nos estamos refiriendo a todo objeto cargado simbólicamente y que, por lo tanto, forma parte de la cultura; porque Kaufman no se cercena: hay metatextualidad y referencia a obras literarias -el guión parte del libro homónimo de Iain Reid-, películas, personalidades célebres, publicidades y hasta espectáculos teatrales).
El viaje introspectivo y exploratorio que nos ofrece Kaufman es más que sugerente y se vale de unos pocos recursos formales, que son elementales y nodales para la construcción de la narración en el cine. Procuraremos detenernos brevemente en uno de ellos, sino el primordial: la construcción del punto de vista. En primera instancia, deberíamos poder diferenciar entre la noción de punto de vista y la de focalización, que suele generar recurrentes confusiones. A grandes rasgos, cuando hablamos de punto de vista estamos refiriéndonos estrictamente a una encarnación antropomórfica de la visión del espectador en pantalla, lo que en otros términos podríamos llamar como la centralización de la acción desde la perspectiva de determinado personaje (aunque sabemos que, si hilamos fino, la concepción de personaje puede remitir a otro tipo de instancias narrativas que no necesariamente representan un sujeto humano). En síntesis: el punto de vista lo va a determinar quien lleva adelante la acción.
La focalización, por otra parte, remite a una instancia global, abstracta y cognitiva; en términos de Genette (que lo aborda desde la literatura), la focalización se determina según la regulación y relación de saberes (es decir, el flujo de información) que posee el espectador respecto a las demás instancias narradoras (los personajes que forman parte del relato). Es decir: si sabemos más, menos o lo mismo que los personajes. Ahora bien, lo que ocurre en Pienso en el final es que estamos ante una trampa narrativa sostenida a través del uso de estos recursos básicos y elementales del cine.
En la obra de Kaufman se nos ofrece un posicionamiento preeminente en la perspectiva de ella (¿Lucy? ¿Louisa?), sostenido y reforzado por una focalización interna (vamos descubriendo esa serie de acontecimientos que se van sucediendo desde su perspectiva, compartiendo como espectadores el mismo nivel de información que nuestra aparente protagonista). No obstante, hacia el acto final de la película, se produce un quiebre en la focalización y el punto de vista predominante: cuando la centralización de la acción pasa definitivamente al personaje del conserje (que interpreta Guy Boyd), la focalización se vuelve externa (sabemos menos de lo que sabe el personaje, o de lo que alguna vez supo). Hay un giro argumental que ya se venía anunciando, a través de aquellas secuencias de acción alternadas y de una numerosa cantidad de indicios, y lo que se genera es una dislocación del punto de vista que afecta también a la regulación de saberes entre espectador-personaje (la focalización). Nos surgen, por lo tanto, las preguntas: ¿qué ocurrió realmente aquella noche? ¿El conserje rememora un momento puntual o se trata más bien de una fusión de múltiples eventos que confluyen de manera distorsionada y caótica en su mente? ¿Qué situaciones o personajes existieron realmente y cuáles no?
Todos estos interrogantes, de los cuales ya veníamos sospechando, se consolidan en ese momento de quiebre focal, que se ejecuta cuando se modifica el punto de vista del relato (difícil de sintetizar en una escena en concreto, pero sucede). Previo a esto, el espectador podía resguardarse en el recurso estilístico de la voz en off introspectiva de la protagonista interpretada por Jessie Buckley: podíamos confiar en ella, empatizar, identificarnos, comprenderla en su imperfección moral y en sus equívocos, en sus caprichos y sus ambiciones, en sus motivaciones y sus intenciones (por más que fueran poco claras).
Todo se desmorona cuando terminamos de certificar la única cuota de verdad que esta sinuosa narrativa expone: se trata de un pobre y solitario anciano recordando. Recordando penurias y algunas pocas alegrías, revestidas, enmascaradas, pero finalmente tristes. La película cumple uno de sus propósitos: abrir una reflexión triste pero efectiva. El engaño narrativo resulta eficaz porque, al identificarnos primeramente con ella (producto de la voz en off, entre otros recursos), podemos llegar inclusive a desconfiar del Jake anciano. Podemos nunca llegar a empatizar con él. Y esto último es interesante: Kaufman nos da esa respuesta final, pero lo que realmente le importa es dejarnos reflexionando y cavilando, dudando y desconfiando, incluso de nosotros mismos y de nuestra inestable interioridad problemática.
Finalmente, la ambigüedad es la única certidumbre, la ambivalencia que se halla en la tensión constante entre aquello que pudo ser y aquello que no fue; y el desciframiento de esas posibles verdades del pasado (más o menos fatídicas) quedará en manos del espectador, porque de eso se trata el desafío que nos impone Kaufman (inspirado por la obra de Reid). Ya lo había hecho previamente con la aclamada Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004), y en su ópera prima como director Synechdoque, New York (2008) -de un vuelo simbólico mayúsculo, en otro relato que nos habla de una profunda desconexión interna por turbulencias emocionales-.
En síntesis, el punto de vista y la focalización (y sus respectivos quiebres y translocaciones) lo son todo en Pienso en el final: pasamos del relato de una joven presa de sus inseguridades, contrariada emocionalmente, que viaja a conocer a los padres de su reciente pareja; a la historia de un viejo conserje en un colegio rural que naufraga entre pedazos de memoria. A ella llegamos a conocerla y hasta a comprenderla, aún cuando empiezan a presentarse sucesos inexplicables y siniestros; pero al conserje nunca llegamos a conocerlo, porque su interior es demasiado opaco y tormentoso, y sus memorias contradictorias. Ahí subyace la tensión dramática en la que Kaufman nos propone sumergirnos, partiendo de recursos tan básicos como imprescindibles.
Publicado originalmente en Leedor.com
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