En El faro (The Lighthouse, 2019) vemos a dos fareros perdidos que se desconocen profusamente, pero a la vez se parecen mucho. Están varados en una remota y desolada isla de Nueva Inglaterra, corre el año 1890, y deben permanecer allí cuatro semanas manteniendo en funcionamiento un viejo faro y sus instalaciones. Se nos presentan como el jefe (el guardián del faro, un tipo recto y grosero interpretado por el brillante Willem Dafoe) y su asistente-aprendiz (un joven apuesto y retraído, encarnado por un sobresaliente Robert Pattinson); el guardián, ex marinero, disfruta de su abuso de poder mientras da órdenes tajantes a su pobre pupilo, inexperto y obediente. Pero de a poco todo se va complejizando, muy lentamente, a través de diálogos breves y directos que se irán tornando extensos y ambiguos. Los personajes de Dafoe y Pattinson guardan oscuros secretos, mienten permanentemente, fingen y pretenden, exhiben una parte de ellos mismos que no son. Adentro suyo esconden pedazos de verdad que no están permitiendo salir a la luz pero que quedan implícitos, se leen entre líneas, se llegan a decodificar.
Sus respectivos conflictos internos se ven representados en el entorno, en ese contexto espacial angustiante y asfixiante que los rodea. Una isla tormentosa, inicua y fatídica. Un cielo que está casi permanentemente encapotado, como ese interior de los personajes, que no se atreve a dejar salir todos esos recuerdos, esas memorias, esas imposiciones, esos supuestos. ¿Qué espera uno del otro? Lo mismo que esperaron siempre, las mismas expectativas y preceptos que arrastran desde el afuera. Y mientras tanto, el contexto de encierro y restricción constante va generando esa paulatina tentación inevitable de perder la cordura, y de liberar ese caos mental tácito en las cabezas de nuestros protagonistas.
La película dirigida por Robert Eggers es un thriller psicológico que se vuelve un drama oscuro, inquietante y perturbador. Es mordaz y explícito en sus imágenes, y nos incomoda con ese sonido ambiental que reverbera y retumba (nos hace acordar a la atmósfera sonora turbia y omnipresente que caracteriza al film La isla siniestra de Scorsese). El extrañamiento (uno de los principales recursos dramáticos de la película) llega en el momento justo, y se vale de la concepción de lo fantástico propiamente dicha: un acontecimiento, un elemento particular que viene a corromper la lógica del mundo real y hacer entrar en tensión los paradigmas previos. Esto lo define con claridad Cortázar, al analizar los rasgos característicos del género fantástico:
En vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico (...) consulten su propio mundo interior, sus propias vivencias, y plantéense personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a las que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o están dando su lugar a una excepción.
Ese extrañamiento, esa interrupción, se da desde el punto de vista de uno de los personajes, e inaugura un clima de tensión constante que nunca se termina de equilibrar. Primero dudamos si se trata de una visión del personaje de Robert Pattinson, de una revelación de algún trauma introspectivo, luego terminamos descubriendo que eso no importa en absoluto: el extrañamiento fue introducido para desestabilizar al espectador, y se puede advertir en más de un elemento (no spoileemos, pero sí hagamos mención a la presencia implícita de Los pájaros de Hitchcock, a modo de referencia alusiva, en el film).
La película y su construcción dramática triunfa, no obstante, cuando no se deja llevar del todo por el camino de lo fantástico y de la tensión constante entre realidad/mundo onírico. El relato llega a su máximo esplendor cuando los dos personajes se enfrentan entre sí a los gritos (aunque esto ocurre a lo largo de casi todo el film, recordemos que se trata de sólo dos personajes en un mismo espacio). A partir de esos enfrentamientos histéricos vamos descubriendo sus capas internas, sus problemáticas, sus miedos reprimidos, las ganas que tienen de gritarle así a cuanto idiota se hayan cruzado a lo largo de toda su miserable vida pero por cuestiones de mandato social o de sesgos éticos o morales, o de imposiciones familiares, o de abusos o de tradiciones culturales, o de lo que fuere, no lo han hecho. Ni lo harán. Sólo se atreven a hacerlo una vez que la situación se vuelve extrema, una vez que las circunstancias lo ameritan y, aún así, esas verdades ocultas, esos secretos desmentidos, no se vuelven nunca explícitos (o sólo unos pocos). Descubrimos que hay misterios, entendemos que hay una carga pesarosa encausada a más de un secreto tenebroso, pero los personajes en cambio prefieren gritarse banalidades y odiarse (o emborracharse y bailar).
De esta manera, lo siniestro (en términos freudianos), así como lo fantástico, también se hace presente: el extrañamiento de lo cotidiano. Lo que se nos presenta como común y corriente se enrarece y se torna sombrío y ensordecedor, se vuelve escalofriante. El terror, lo maligno, no está en la isla, ni en el faro: está dentro de ellos mismos. Por eso hablamos de lo siniestro. Las apariciones que vemos en la isla pueden ser reales o no, porque todos vemos alucinaciones alguna vez. Ahora bien, de entrada se plantea que el personaje del asistente quiere llegar hasta la linterna del faro, pero... ¿cuál es el secreto de la linterna de ese faro? ¿qué clase de magia libera esa luz maligna y enigmática? ¿Qué oculta allí el personaje frío y sucio que encarna Willem Dafoe? ¿qué tipo de ritual alucina en su soledad?
Lo verdaderamente sugestivo es creer que el personaje de Pattinson está desde un principio obsesionado con saber qué ocurre o cómo funciona la cabina más alta del faro donde se encuentra la linterna, cuando en realidad ese espacio representa la intimidad más íntima de su jefe. El asistente, el aprendiz, está en realidad obsesionado con conocer la intimidad cotidiana de su superior, ese ritual prohibido que sólo se activa una vez que se encuentra absolutamente solo y abstraído del mundo y sus conflictos, frente a la luz del faro que todo lo encandila y enceguece. Él quiere entrometerse en lo privativo de esa intimidad.
Todos estos matices entran en juego en esta película, donde vamos descubriendo de a poco a dos personajes rotos: aunque primero pensemos que los mismos se irán corrompiendo y derrumbando a medida que pasa el tiempo en esa isla siniestra, luego comprendemos que estaban rotos desde antes, posiblemente desde siempre. Sólo faltaba que esas energías reprimidas, repulsivas, explotaran de la manera más cruda y brutal, y por eso se agradecen esos toques cuasi gore del final.
La crudeza de la imágenes y de la estética visual en blanco y negro vuelve más denso el clima de agobio y el ambiente turbulento de la acción, y de la película en su totalidad. Todos estos rasgos de estilo se vuelven funcionales a esas reacciones de los personajes, a esas visiones prohibidas, a esos deseos inmorales, a esa tensión sexual y erótica que se genera entre ambos y que se evidencia magistralmente en las actuaciones de Dafoe y Pattinson. Al fin y al cabo, el eje dramático o temático (ya no genérico) de la película, es ese: las tensiones latentes entre ellos, la colisión entre ambos, sus choques, sus deseos de ser diferentes, de correrse de un lugar del que no tienen permitido correrse, porque está en su sangre, porque lo tienen naturalizado, porque el poder va normalizando todo y eso es inherente a cualquier contexto epocal o histórico.
The lighthouse vale la pena, porque nos muestra ese otro lado del thriller psicológico, más humano, menos extremo, menos explicativo y más incierto. Menos estructurado, si se quiere, porque uno como espectador ni siquiera se queda esperando la explicación o la revelación final. Los personajes ya están rotos desde antes y están solos, como en casi cualquier thriller psicológico, pero tienen muchas cosas para decirle a la sociedad y sus sistemas, de manera implícita. Y ese tipo de reflexiones, en los tiempos que corren, son más que bienvenidas.
Publicado originalmente en Hacerse la Crítica
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