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Foto del escritorJuan Velis

Una clase de cielo: un paraíso imperfecto

En la nueva película de Lance Oppenheim, coproducida por Darren Aronofsky (Mother!, Black Swan) y The New York Times, nos sumergimos en el peculiar mundo del centro de retiro The Villages (Florida, USA), en donde viven más de cien mil adultos mayores jubilados. Un atractivo documental que dispara lecturas y relecturas críticas.





The Villages es una suerte de barrio privado de grandes magnitudes poblado exclusivamente por ciudadanos de la tercera edad. Allí, son alojados en las acogedoras casas de esos terrenos amplios y disfrutan de un sinfín de comodidades y atracciones de lujo: canchas de golf, cines, restaurantes, shoppings, bares y piscinas.


Una clase de cielo (Some kind of heaven) está difícil de conseguir, pero se puede ver en la plataforma gratuita Stremio.


Un mundo de ensueño

Lo que se muestra en este audiovisual parece perfecto, ilusorio. The Villages es el ambiente ideal para los adultos mayores que tienen la posibilidad de costear su lugar en un sitio que promete felicidad eterna, para ser explotada al máximo en el poco tiempo que resta por vivir. Las conglomeraciones de baby boomers transitan sus días con satisfacción hasta que se empiezan a sugerir ineludibles conflictos solapados en este tipo de paraísos terrenales. “Es como estar de vacaciones todos los días… pero no es el mundo real: vivimos en una burbuja”, reflexiona ante la cámara uno de ellos. Oppenheim sabe muy bien qué declaraciones capturar y cuáles dejar fuera, pero opta por no forzar la declamación de los ancianos: todo parece sucederse con naturalidad y monotonía —y sin embargo los problemas emergen paulatinamente—.

“Cuando formas parte de este universo pasas a actuar… Formas parte de la fantasía”, dice otra adorable mujer. Es precisamente acá en donde se manifiesta el doble posicionamiento del film, que acaba por sumir a sus habitantes (y acaso también a nosotrxs mismxs) en una tardía crisis existencial: ¿vale la pena vivir nuestros últimos años completamente abstraídos del mundo real? ¿Se trata acaso de un acto hostil, inmoral, antiético? ¿Nos interesa abandonar este planeta sembrando un aprendizaje, un legado de algún tipo? ¿O es preferible fugarse al Disneylandia de la tercera edad y morir rebosantes de lujo, exceso y confort?


La perspectiva documental

El director, a través de un tratamiento meticulosamente cuidado desde la estética, nos presenta un conjunto de personajes principales. Entre ellos, resaltan Dennis (un intruso en ese parque de ensueño, pues no vive allí pero recorre las atracciones a diario); Bárbara (viuda y trabajadora en un local de esta pequeña gran ciudad) y el desgastado matrimonio conformado por Reggie y Anne. Se trata de personajes atractivos y carismáticos, aunque cobijan miedos e inseguridades latentes. No temen mirar a cámara, pero no esperan la aprobación del director.


A partir de esta selección de vivencias y de experiencias, Una clase de cielo adquiere su forma, con figuras protagónicas que transgreden las barreras de la moral preestablecida allí afuera (es decir: en el mundo exterior, el que está más allá de la burbuja) y que intentan redescubrir su identidad ahí dentro.


Oppenheim asume un estilo de cámara-testigo, contemplativa y observacional. No interviene como figura autoral, sino que observa al más puro estilo mosca en la pared. Se trata de un seguimiento sostenido hacia sus personajes en ese camino a la deriva que, sin embargo, nunca abandona la esperanza. Un atisbo de esperanza que tal vez se vea reforzado por la puesta en escena: planos compuestos de manera equilibrada y una apuesta lumínica plagada de atardeceres maravillosamente oníricos.


Al mismo tiempo, la película se atreve a la metáfora silenciosa de la imperfección: hay un plano en donde se advierte un poste de luz con una luminaria caída. Una desatención, un accidente, que se vuelve un detalle crucial en esa suerte de cápsula del tiempo que es The Villages. Y por eso resiste la reflexión crítica.


Una doble lectura

Estamos ante un documental que establece, en cierta manera, una postura crítica ambigua. Por un lado, pareciera que la lectura que asume el realizador apunta al cuestionamiento de este tipo de parajes de ensueño, aislados y desconectados del mundo, que prometen una suerte de antesala al cielo en formato de burbuja prefabricada. La perfección extrema como antídoto que bloquea la devastación real del mundo.

Al mismo tiempo, la película se atreve a la metáfora silenciosa de la imperfección: hay un plano en donde se advierte un poste de luz con una luminaria caída. Una desatención, un accidente, que se vuelve un detalle crucial en esa suerte de cápsula del tiempo que es The Villages. Y por eso resiste la reflexión crítica.

Por otro lado, los ejes temáticos y conceptuales que sobrevuelan la trama son los del amor, la reconciliación y la redención. No hace falta subrayar que lo que obtiene nuestro puñado de protagonistas es primordialmente un perdón hacia ellos mismos. Se perdonan sus errores, sus flaquezas, sus defectos, su pasado; y consolidan así la auto-redención (aunque en el caso de Reggie y Anne la reconciliación es más bien conjunta).


En definitiva, a Oppenheim le interesa ofrecernos un retrato melodramático con una estética documental que, no obstante, opera formalmente en muchas escenas de manera ficcional.

El documental producido por Aronofsky es un registro rebosante de ternura y de compasión, acaso con cierto sentimiento de condescendencia hacia estos personajes que han decidido pagar por un sueño americano perfecto.


Quizás a la mirada crítica del director no le importe tanto enarbolar una denuncia explícita en contra del capitalismo salvaje como ideal del consumo norteamericano, como sí alcanzar horizontes tales como el de la redención personal, la amistad, el matrimonio, la fraternidad. Y no está nada mal.


Publicado originalmente en La Cueva de Chauvet y Cinemagavia (España)

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