Convengamos que el verdadero significado en torno a la concepción del amor sigue siendo un apasionante misterio, o acaso no podríamos aceptar que existe una única y concertada definición para denominarlo. Con el advenimiento de la posmodernidad (¿y de la posposmodernidad?), los límites -y acuerdos- sobre la idea del amor se tornan híbridos y difíciles de fijar.
Hacia fines de los años 80, cuando la sociedad aún no conocía nada acerca del fulgor virtual que trajeron consigo las redes sociales y la revolución informática, prevalecían otras formas de voyeurismo. Krzysztof Kieślowski (director y co-guionista junto a Krzysztof Piesiewicz), en la sexta entrega de su célebre obra Decálogo, nos expone una de esas posibles miradas, sino la más reconocida y revisitada a lo largo de la historia del cine: un joven introvertido e inseguro espía a una mujer mayor desde la ventana de su dormitorio, a través de un preciado catalejo robado. La obsesión del joven, que en primera instancia puede resultar inocente, ingenua, casi instintiva para un muchacho de su edad, se va tornando problemática y extremada.
El sojuzgamiento moral inherente Relecturas éticas de una sólida moral
Dentro de ese muchacho, llamado Tomek (Olaf Lubaszenko), se impone la necesidad de llevar al extremo la ambición por ver a esa figura en el departamento de enfrente, de manera constante, y esto lo lleva a cometer ciertos actos que concuerdan con una primera lectura, inicial, del mandamiento que Kieślowski invoca para esta representación: “no cometerás actos impuros”. Cabe aclarar que nos estamos encuadrando en la fórmula catequética ofrecida por el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, y no la formulación básica traducida como “no cometerás adulterio”, puesto que resulta evidentemente menos atinada para este caso.
Pero no todo es tan simple, puesto que se nos presentan los interrogantes: ¿acaso esos comportamientos del joven circunscriben una forma de manifestación propia del amor? ¿es aquello realmente amor? ¿son simples consecuencias de ese afecto desmedido? ¿O se trata más bien de una obsesión compulsiva propia de un pobre joven desequilibrado psíquica y emocionalmente, por diversos motivos? Y si así fuese, ¿cuáles podrían ser esos motivos?
Sin lugar a dudas, uno de ellos puede recaer en la figura de la madre castradora, con la que Tomek convive en su departamento (Stefania Iwinska). Decimos “castradora” en términos freudianos: sabemos -intuimos y luego ratificamos- que esa figura materna que cuida de Tomek y lo cría como a un hijo, es en verdad la madre de su amigo, que ha partido hacia la guerra. Nuestro protagonista es huérfano desde la niñez. La caracterización un tanto grotesca y caricaturizada de este recurrente personaje, nos muestra a una madre empecinada en su cuidado obsesivo por advertir a Tomek de la perversión inherente al mundo social que lo rodea (habla explícitamente de lo que -según ella- buscan hacer las mujeres adultas con chicos inexpertos como él). Inferimos entonces que su presencia puede llegar a ser una clara evidencia de los desequilibrios internos del joven.
Ahora bien, lo singular es que la mirada alerta y permanente de Tomek en su voyeurismo de vigilancia no hace más que representar a la entidad psíquica superyoica, identificable en el sojuzgamiento permanente de los comportamientos humanos y de las restricciones a las que nuestras pulsiones más impuras deben ser sometidas constantemente. Nos regimos por códigos morales preimpuestos que nosotros mismos legitimamos en nuestra sombría cotidianeidad mecanizada, en nuestro día a día, en nuestras corrientes interrelaciones socioculturales. De eso mismo se alimenta el Superyó, psicoanalíticamente hablando.
Absolutamente todos los relatos que edifica Kieślowski en su compendio de relecturas de los mandamientos judeo-cristianos giran en torno a este referido eje conceptual: una profusa reflexión acerca de las normas éticas y de los juicios morales, y de cómo entran en tensión estos supuestos paradigmas preestablecidos sobre lo que se debe o no hacer -lo que es el bien y lo que es el mal, lo que es correcto o incorrecto– en un marco social determinado. Pero la apuesta de Kieślowski va aún más allá: plantea el debate moral en medio de tensiones que nacen de conflictos y problemáticas crudamente humanas, casi cotidianas. No hay grandes explosiones en sus relatos, porque la alta complejidad de la mente humana ya representa una explosión en sí misma.
Como decíamos: Tomek, a través de su mirada crucial, de su irrupción entrometida y desmedida al universo interno de su añorada vecina Magda (Grazyna Szapolowska), está estableciendo ese juicio moral y está condenando, de manera indirecta, los supuestos actos impuros que ella también lleva a cabo.
La idealización y el descreimiento
Por consiguiente, reafirmamos: subyace en Tomek una tensión latente entre sus impulsos más instintivos e inmorales que se ven confrontados por la visión normalizadora, restrictiva y condenatoria propia del Superyó, encarnado en la conciencia moral que prohíbe, reprime y culpabiliza. El joven cree estar completamente liberado al amar (y, por tanto, eximido de culpas al cometer esa serie de actos extremos y reprobables, como falsificar giros postales, llamar al gasista y hurtar un catalejo); pero no lo está realmente: vive encapsulado en esos límites preimpuestos de manera inconsciente, en esa vigilia constante, en ese control implícito permanente.
El deseo por observarla, por ultrajar su ámbito íntimo y privativo, por atravesar lo impío (cual si se tratara de la dinámica de una arquitectura panóptica, en términos de Foucault) es lo que genera el autoengaño en Tomek: cree estar amándola, pero sólo disfruta controlándola. Principalmente cuando el propio joven advierte, para sus adentros, que su costado más perverso (aquél que responde a necesidades masturbatorias y estrictamente sexuales) cesa en su funcionamiento, y comienza a interesarse únicamente en la observación y la vigilancia, sin ningún otro propósito puntual.
Cuando llega el momento en que esa barrera se transgrede, una vez que Magda pone en marcha su juego de jerarquías de poder y acaba humillando al joven inexperto; Tomek sobrepasa los límites superyoicos y se ve obligado a enfrentar las inexorables consecuencias que acarrea el hecho de alcanzar finalmente su objeto de deseo: el deseo idolatrado se corrompe, y la idealización de ese falso-supuesto amor se hace añicos. Nunca hubo amor allí, o tal vez sólo una fragmentación ilusoria, restringida por el acto de mirar y controlar, regida por el deseo impúdico pero en conflicto permanente con esa mirada sesgada, juzgadora y condenatoria.
Magda no se engaña -porque no confía en que la emoción ingenua del joven sea un cariño verdadero-, pero sí se arrepiente: derrumbada en su descreimiento obsesivo respecto a la idea del amor, se hunde en la soledad más plena. A esta realidad vive ya acostumbrada y, en cierto sentido, resignada. Sus estrategias para encubrir y solapar ese abominable sentimiento de soledad son las más obvias y simplistas: conformarse con la intermitente compañía sexual de sus amantes.
Con Tomek, ella encuentra un refugio para su soledad. Posiblemente, como afirmamos, ella sepa muy bien que aquello no es amor, que se trata tan sólo de un furioso deseo inconcluso, pero ¿acaso no buscaban ambos lo mismo, al fin y al cabo: una salida, un refugio, una solución a su inmensa soledad? ¿Qué otra cosa buscaba Tomek cuando, ya avergonzado y abandonado a su suerte, la invita a Magda a tomar un café? Esa ínfima acción representa el pasaje de una mirada que condena y vigila (bajo el resguardo de un deseo impuro) a un momento de sinceramiento y de franqueza. Tomek parece querer decir, con otras palabras: “no sé si la amo, pero aceptémoslo: estamos solos. Vamos a tomar algo”. No obstante, Magda pone en marcha su estrategia obstinada en contra del amor y sus posibles formas de manifestarse, humilla al joven y allí recae su responsabilidad.
La idealización del joven por la mujer mayor se derrumba, así como su deseo inmoral, y por consiguiente deja de espiarla. Esa última declaración terminante, “ya no la espío más”, tal vez quiera significar otra cosa. Probablemente quiera significar un deseo mucho más honesto y verdadero, sin restricciones morales ni prohibitivas, de aprender a amarla realmente. De caer en la cuenta de que observar sus comportamientos desde la mirada audaz de una ventana como instancia superior no es acaso el mejor modo de amar, como tampoco lo es un instante de fervor hormonal que desemboca en la más fugaz frustración sexual; sino que lo verdadero está en aquél momento en el que se deja de estar solo. Cuando finalmente se pierde la soledad.
Porque en definitiva, el amor se construye en conjunto, no se concreta con la idealización de una persona cual si se tratara de un acto de obsesión compulsiva. Ya lo señalaba Slavoj Žižek (2017), a propósito de esta magistral pieza de Kieślowski, afirmando que lo que prevalece es la necesidad de amar para intentar dejar atrás esa insostenible sensación de soledad.
La irreversibilidad del juicio moral
Esta es, a fin de cuentas, la proposición introspectiva de Kieślowski: lo que se pone en jaque son los juicios morales que se suponen irreversibles y paradigmáticos, imperturbables, para ofrecer una relectura a través de una revisión ética de esos mismos postulados. Porque también, debemos asumir, se nos enseña que está bien espiar (vigilar, controlar y castigar) a alguien cuando se lo ama, cuando se lo desea compulsivamente. Porque también se nos enseña a confundir al amor con deseo, con idealización, con posesión.
¿Qué es, entonces, un verdadero acto impuro? ¿Observar y espiar a alguien por la ventana desde la visión ocular de un catalejo, o desobedecer esas normas preconcebidas acerca de lo que debería o no ser el amor, acerca de lo que debiera o no representar? ¿O acaso el amor debería comprenderse como algo puramente subjetivo, como una construcción conjunta entre cada pareja o lazo afectivo, despojada de cualquier tipo de injerencia que provenga desde el afuera, desde las supuestas convenciones morales que el marco social impone para encuadrar y clasificar, para dictaminar qué está bien y qué está mal? ¿Quién crea y legitima esas reglas o convenciones básicas y elementales del amor?
Digámoslo, entonces, como volveremos a mencionar posteriormente: el amor no circunscribe un acontecimiento simple, sino que es fruto de una serie de constructos socio-culturales de fuerte carga simbólica, adquirida por las constantes interrelaciones humanas. Las narrativas que nos rodean y las percepciones que perpetuamos día a día son las que se encargan de consolidar ese ideario acerca del amor: el cine como medio discursivo legitima determinada concepción del amor. Por eso la visión fragmentada y filtrada por el deseo de la posesión brutal a través de un catalejo puede llegar a significar una proyección estilizada de este sentimiento. En definitiva, ratificamos que el amor es una construcción simbólica, que parte de la cultura, y por lo tanto es un ente fluctuante y cambiante (tal como el cine en sí mismo: otro constructo contemporáneo). La invitación es a desmontar la concepción del amor como si se tratara de un acontecimiento sociológico simple. Somos seres complejos y contradictorios, extrañémonos a través del discurso del cine.
Buscando una definición inexacta La mirilla: la transgresión del código moral
La mirilla es el artefacto que evidencia estéticamente la intencionalidad implícita de todo espectador, en el momento de enfrentarse a un relato cinematográfico. Siempre se trata de involucrarse y de sentirse inmerso en algún tipo de dimensión eminentemente inmoral, indecente, impúdica. El cine es perverso e impuro por esencia, ha aseverado alguna vez Comolli (2007), en su alegato del cine-monstruo (y también Bazin, por cierto). La invitación por parte del cineasta debe ser, siguiendo esta línea, desafiante y provocativa. Seductora, como la mirada inquisitiva y atractivamente desprolija de Magda en la entrega audiovisual de Kieślowski.
Esa mirilla, esa cerradura, esa visión bloqueada y obstruida por las convenciones y códigos morales que procuran regirnos y dictaminar nuestros comportamientos diarios; es también el acceso al libertinaje libidinal propio de la instancia psíquica intrínseca del Ello. Esa abertura resbaladiza y penumbrosa es análoga al dispositivo cinematográfico de la cámara, y a toda su parafernalia artificiosa que hacen al lenguaje audiovisual en sí. Se trata de la representación implícita más urgente de un voyeurismo contenido en la pretensión siempre reprimida y sintomática del observador-espectador.
La mirilla engloba los alcances prácticos, ético-estéticos e ideológicos del dispositivo del cine, al mismo tiempo que constituye la reproducción y representación del conjunto de cánones morales que nos rigen a diario y a los que, sibilinamente, respondemos con nuestros actos. Espiar es permitirse quebrantar y/o poner en cuestionamiento la implícita ley moral de “no espiar al prójimo”. Es atreverse a romper con la norma preestablecida, rasgo inmanente a la lógica de funcionamiento de la condición humana. Si hay una regla, será puesta en duda, porque alguien la ubicó allí, con determinado interés subyacente. La tentación es ineludible, inexorable.
Precisamente a eso apunta Kieślowski con su puesta en escena: al replanteamiento y la reflexión concienzuda de determinados patrones morales (traspolados a la expresión cerrada e irrestricta de la célebre serie de mandamientos judeo-cristianos) en función de una relectura ética. Allí subyace la distinción ética con respecto a las barreras aparentemente inmutables de la moral; y todo esto se transpone no sólo a los procedimientos estéticos, narrativos y dramáticos de los que se vale la figura autoral del Decálogo, sino que también podemos sintetizarlos en el elemento central de la mirilla.
La mirilla representa la significación icónica de la irrupción dentro de la intimidad de lo indebido; esto es: la reflexión ética del paradigma moral. El replanteamiento ético del amor como gran conjunto de convencionalismos, discursos y condicionamientos morales; la relectura ética del acto sociológicamente normado de lo que implica el deseo y la ambición (así como la moral sexual), la posesión de un individuo como disolución del afecto, la idealización como destructora de la posibilidad de un vínculo honesto. La reflexión ética a propósito del desencantamiento inevitable respecto a las relaciones sexo-afectivas y los vínculos humanos. Todas estas circunstancias se nos presentan como instancias intrínsecamente ligadas a los modelos de convivencia prefabricados que nos imponen cómo debemos comportarnos para cumplir con los fundamentos -en pos del sustento- de una coexistencia pacífica y armoniosa. Eso es lo que se pretende perpetuar. Y ahí entra en juego, precisamente, la mirilla: para contraponer la lectura ética a la moral, como alternativa urgente e inminente, como postulación imprescindible, como relectura en clave cinematográfica. Y eso sintetiza, en definitiva, la verdadera función nodal del discurso expresivo del arte.
El propio Slavoj Žižek (2006) se encargaba ya, en su Teología materialista de K. Kieślowski, de esclarecer esta necesaria distinción entre la dimensión ética y la moral: “(…) el tema de Kieślowski es la ética, no la moral: en cada uno de los episodios de su Decálogo se produce el paso de la moral a la ética. El punto de partida es siempre un mandamiento, y es a través de la violación de este mandamiento como el héroe o la heroína descubren la dimensión propiamente ética”.
¿Qué es, a fin de cuentas, el amor?
Retomamos la pregunta indispensable, guía, operatoria; y nos volvemos a zambullir en el relato impuro del cineasta polaco. Si seguimos esta última consideración, a modo de pregunta retórica, podríamos afirmar que para Magda el amor significaba superar esa profusa sensación de soledad, y para Tomek se trataba sencillamente de poder verla y estar junto a ella. No así de poseerla, puesto que sería una lectura del amor ajena a la interpretación -o apropiación- del concepto que Tomek parece manifestar. Él fue siempre en busca de su compañía, aunque no fuera recíproca (lo cual vuelve su accionar reprobable y, en ocasiones, extremo), pero nunca pasó por el deseo como posesión.
No olvidemos que la connotación de posesión sigue siendo un elemento central -y digno de ser cuestionado y polemizado- en el marco de las relaciones amorosas, fundamentalmente cuando se habla de poseer y ser dueño/a del otro/a durante el acto sexual. El protagonista de esta reflexión ética de Kieślowski, en definitiva, no parece concebirlo así: su lectura de la noción de amor se muestra finalmente arraigada a una cosa distinta, aunque enmascarada en ese deseo obsesivo que, quiera o no, lo hace llegar a extremos cuasi patológicos. Él quería verla, vigilar –controlar, castigar– sus actos: allí se encontraba su encantamiento. Luego logra arrojarse, en cierta manera, a una forma más honesta del amor; pero allí es cuando su idealización sufre el derrumbamiento.
Pero es que, una vez más, debemos recordar nuestra condición crudamente humana y, por lo tanto, contradictoria por naturaleza. Si acaso por algún motivo circunstancial se nos ocurriera considerarnos seres perfectamente delineados y purificados, allí aparecerá el arte y sus narrativas distorsionadas (como espejo trastocado y extremado de la realidad) para movilizarnos, sacarnos de las casillas y convocarnos a un nuevo lugar extraordinario que nos corra de la experiencia cotidiana. A esto refería el célebre escritor Ricardo Piglia (1997), cuando procuraba sumergirse en el mundo del psicoanálisis a través de la literatura en su conferencia Literatura y Psicoanálisis: se nos convoca a captar ese atisbo de dramaticidad implícita en la vida de todos, que el psicoanálisis pone como centro de la experiencia de construcción de la subjetividad humana. Porque eso mismo somos a fin de cuentas: un puñado de seres simbólicos en busca de un poco de drama, caos, crisis y padecimiento. Porque la calma y la tranquilidad, también, abruman. En Decálogo #6, Tomek parece ir en busca de ese desequilibrio psíquico y psicopático constante.
Por último, todos estos aspectos quedan evidenciados en la mencionada declaración final, casi derrotista -que fue suprimida en la versión extendida del episodio, aunque la sensación que sobrevuela en ese otro desenlace es muy semejante-: “ya no la espío más”. Todo parece indicar que el deseo impulsivo ahora ha sido transpuesto a Magda.
El verdadero interrogante final es si ambos aprenderán a amar algún día, y es precisamente entonces cuando lo advertimos: esa es la pregunta que Kieślowski quiere que nos hagamos a nosotros/as mismos/as, una vez terminada la película… ¿Cuándo aprenderemos a amar, o lo que sea que eso signifique?
¿Es posible una concepción artística del amor?
Siempre acabamos por llegar a la conclusión de que el cine no es más que el artificio que permite exponer, exteriorizar y materializar las problemáticas más internas de la mentalidad humana. A través de sus procedimientos discursivos visuales y sonoros, de su condición polifónica y multifacética de imágenes y sonidos yuxtapuestos en simultáneo, logra exponer de manera audiovisual toda esa parafernalia literaria, todos esos relatos, todas esas historias, vivencias y experiencias que pueblan nuestra mente. El cine es, al fin, transposición pura: trasvasar a imágenes y sonidos lo que acaece en nuestras mentes.
Y el amor, al fin y al cabo, es literatura (Darío Sztajnszrajber, 2020). Literatura no en un sentido estricto y riguroso, en términos de palabra escrita. Sino literatura como invención de historias y narraciones ponderables. El amor no es más que los relatos y las historias que nos cuentan, y que transmitimos a partir de ello y que, en definitiva, nosotros mismos reproducimos, retroalimentamos, reconstituimos y perpetuamos. Y así nos sentimos comprendidos y preconfigurados dentro de esos factores condicionantes y dispositivos previos. Categorías preexistentes que son precisamente eso: dispositivos, estructuras, arquetipos, estereotipos; que muchas veces nacen de nuestros propios supuestos básicos subyacentes, de lo que se construye y constituye socialmente a través del sentido común.
El amor no podrá ser concebido jamás como un objeto único y unívoco, neutral y objetivo. El amor fluctúa, como todos los seres humanos que habitamos este planeta. Al menos desde esta presumible aproximación artística, no podremos concebir al amor como una instancia suprema y abstracta, suprasensible, que se establece más allá de todo lo que deambula en nuestro paraje mundano terrenal. El amor es, acaso, nuestra creación artística más preciada. Las interpretaciones podrán variar: habrá quienes le atribuyan al amor una sustancia científica comprobable, medible, mensurable. La concepción científica del amor. Habrá otros que confiarán en la metafísica, más allá de la racionalidad instrumental humana, moderna, inclusive tecnológica. Y, aquí, desde esta reflexión extraviada a partir del Decálogo, sostendremos la concepción artística: la de las narrativas interminables. Nuestra determinación final se regirá por las historias con las que nos sintamos más representados e identificados, las que tomemos para conformar nuestra propia subjetividad a propósito del amor.
Si nos atenemos a esto último, tenemos que admitir que el amor ha sido alimentado a lo largo de la historia de la cultura y la historia de la humanidad, a partir de estos cuentos y narraciones, literarias y metafísicas, que han circulado en diferentes sociedades de distintas manera y a través de diversas perspectivas e interpretaciones. El cine ha aportado cuantiosamente para lograr la constitución de este tipo de configuraciones simbólicas que hoy en día llamamos amor. Nos ha enseñado acerca del fracaso en el marco de un vínculo afectivo, acerca del conflicto, del desequilibrio, y de la imprescindible consolidación de una empatía hacia el/la otro/a.
En definitiva, somos animales simbólicos, como bien definía el teórico Ernst Cassirer (1974), y hemos evolucionado al punto tal de poder inventar y crear imaginarios culturales propios. Absolutamente todo lo que nos rodea es cultura, y por tanto el amor es un invento de la misma: no existirá más allá de ella. Acaso todo esto les quede pendiente de aprendizaje a Tomek y Magda, en sus experiencias frustradas en torno a una idea ambigua, deshilachada y maltratada del amor.
El hombre ya no vive solamente en un puro universo físico, sino en un universo simbólico. El lenguaje, el mito, el arte y la religión constituyen partes de este universo, forman los diversos hilos que tejen la red simbólica, la urdimbre complicada de la especie humana. Todo progreso en pensamiento y experiencia afina y refuerza esta red. El hombre no puede ya enfrentarse con la realidad de un modo inmediato; no puede verla cara a cara. (…) Se ha envuelto en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbolos míticos o en ritos religiosos, en tal forma que no puede ver o conocer nada sino a través de la interposición de este medio artificial. (Cassirer, 1974, p. 47).
Ahora sí: una posible conclusión
Al final partimos siempre desde concepciones previas, planteadas por el marco cultural que habitamos. A propósito de Decálogo #6, es plausible admitir que para muchos, las acciones y comportamientos empleados por Tomek no podrían circunscribirse a la noción de amor. Desde un costado moralista deberíamos estar de acuerdo e inclinarnos hacia esa opción. Basta decir que estamos ante una serie de acciones que se aproximan al acoso, a la persecución, a un control y una vigilancia constante y ultrajante. Pero a Kieślowski le interesa el cuestionamiento y el conflicto. Le interesa hacer entrar en crisis esos postulados morales, porque lo que él propone es una reflexión ética de esas irreversibles instituciones simbólicas aparentes. Y entonces habrá otras lecturas que, en cambio, dirán que absolutamente todo lo que lleva a cabo Tomek es un acto de amor verdadero, por el simple hecho de que lo hace por amor, y en el amor cualquier comportamiento es válido.
Y aquí se abre otro debate interminable (el mismo Žižek se pronuncia en relación a esto, haciendo referencia al acoso sexual como una condenable justificación moral -adoptada por muchos- del acto purificador de amar). Porque tanto nosotros como el propio Tomek, partimos de determinado precepto o supuesto básico, porque el cine y la tradición cultural personal nos han delineado de determinada manera. Y todavía podemos mutar, como el cine mismo. Como el amor.
Nunca debemos sepultar en el olvido aquellos dispositivos previos del amor, que -como mencionamos previamente- nos hablan de posesión, de vigilancia, de ambición, de deseo posesivo extremado. De la mirilla como pretexto ético-estético para proyectar un mundo de paradigmas y entramados morales, aparentemente irrefutables. De asumir posturas ideológicas que son ciertamente inmorales e indecentes. De adhesiones, agravantes, añadiduras a la idea de amor como concepto global, puesto que la noción misma se edifica a partir de historias, y esas historias muchas veces se conciben como impúdicas.
Nunca debemos sepultar en el olvido el hecho de que el cine nos fuerza a reflexionar desde una perspectiva perversa del mundo, que apuesta a una reflexión autocrítica consciente y que no supone un reduccionismo de nuestra propia existencia. Si nos vaciamos de sentido a nosotros mismos, simplificándonos y sintetizando nuestras emociones y sentimientos… ¿qué sería de las nuevas concepciones contemporáneas –posposmodernas– del amor? ¿Y del cine? ¿A dónde iría a parar la comprensión del cine como un discurso clave que pone de relieve una serie de relecturas éticas hacia ciertos patrones morales canónicos? Si no somos capaces de comprender al cine como una relectura ético-estética de la realidad que nos rodea a diario, entonces estaremos espiando a través de la mirilla equivocada.
Publicado originalmente en Código Cine (España) y Revista Oropel (Chile).
Bibliografía:
– Bazin, A. (2001). A favor de un cine impuro en ¿Qué es el cine? (pp. 101-127). Rialp, Madrid, España.
– Cassirer, E. (1974). El hombre como animal simbólico en Antropología filosófica, F.C.E., México.
– Comolli, J. (2007). Elogio del cine monstruo. Disponible en: https://studylib.es/doc/8888410/jean-louis-comolli–ver-y-poder–extracto—elogio-del-ci…
– Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar. Éditions Gallimard, París, Francia.
– Piglia (1997). Literatura y Psicoanálisis. Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA), Buenos Aires, Argentina.
– Sztajnszrajber, D. (2020). ¿Cómo explicar el amor científicamente?. Facultad Libre, Buenos Aires, Argentina. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=vdz5NHsujy0
– Zizek, S. (2006). Ensayos sobre sobre cine moderno y ciberespacio. Tr. Ramon Vilà Vernis, ed. Debate, Barcelona. Disponible en:
– Zizek, S. (2000). Krzysztof Kieslowski as a Cyber-artist. Acheronta, Revista de Psicoanálisis y Cultura, Número 12. Disponible en:
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