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Foto del escritorJuan Velis

Ética, estética y terror humano: una mención a La felicidad de Agnes Varda

El próximo 30 de mayo cumpliría años la eterna Agnès Varda, fallecida recientemente a sus 90 años. En conmemoración de su aniversario de natalicio, la siguiente reflexión ofrece un reenvío a una de sus obras más preciadas, ícono de esta figura autoral, pionera en el cine de visión feminista y crítica social.





Una relectura ética


En 1964, la prolífica cineasta francesa estrenaba una de sus obras más emblemáticas y controversiales. A través de estallidos cromáticos y resonancias impresionistas, la reconocida directora -emblema de la Nouvelle Vague francesa- filmaba por primera vez a color y ponía de relieve una relectura ética de ciertos patrones morales implícitos. Porque ética y moral no significan exactamente lo mismo: la ética cuestiona un código moral determinado. Por aquellos años, en una Europa floreciente y a la vez revolucionada por movilizaciones juveniles, Varda se decidió por llevar hasta los extremos la potencia discursiva del cine, y así proponer su relectura crítica de un machismo fuertemente arraigado al ideal social. Se atrevió a preguntarse, entonces: ¿qué es eso del matrimonio y la familia feliz como paradigma moral (o sea: lo que es correcto por convención social)? ¿Qué hay detrás de aquellas nuevas morales progresistas comprendidas bajo el epíteto del amor libre?


La sinopsis sería la siguiente: en los suburbios de París, el joven François (Jean Claude Drouot) parece vivir una existencia feliz y contenta con su esposa, Therese (Claire Drouot), y sus dos hijos pequeños. A pesar de su aparente satisfacción, François tiene una amante llamada Emilie (Marie-France Boyer), y no siente el más mínimo remordimiento por este affair. Mientras que él es capaz de justificar amar a ambas mujeres, la infidelidad de François trae consecuencias trágicas para él y su familia. (Filmaffinity)


El espejo autocrítico

Con La felicidad, Varda nos recuerda la importancia del cine como reflejo distorsionado de la realidad; y con esto, la importancia de saber mirarnos y desconfiar de nosotros/as mismos/as… de vez en cuando. En esta suerte de espejo dislocado y trastocado que nos provee el discurso del cine, lo primero que tenemos que hacer es poder preguntarnos si alguna vez actuamos (al menos internamente) tal como lo hace François en el film. Inclusive desde lo potencial, pues recordemos que el psicoanálisis nos dice que el Superyó como instancia psíquica moral (constituida a partir de convenciones y normas socialmente impuestas) nos condena y humilla en el pensamiento. Es decir: no hace falta que el acto inmoral se exteriorice: si ese pensamiento indebido se presenta en la introspección de nuestra mente, ya habremos pecado. Así opera esa instancia psíquica, y así repercute en la mirada ajena de la sociedad.


François lleva a cabo un acto considerado socialmente como inmoral y no siente culpa por eso, precisamente porque se deja absorber por una nueva pauta moral: la del amor libre, irrestricto, simplificado. Y acá podemos visualizar el replanteamiento ético que nos propone Varda: el de pensar la importancia del diálogo, de no olvidar la consideración de un/a otro/a, principalmente si se trata de una compañía afectiva. En definitiva, la ignorancia de lo que siente el/la otro/a en el marco de una relación es lo que hiere y lo que mata (al menos simbólicamente). François, creyendo poseerlo todo y jactancioso en su absolutismo de nueva moral, le confiesa su verdad a Therese y nunca se detiene a problematizar dicha asunción moral. Se genera una simplificación, un reduccionismo: por ingenuidad, por herencia cultural del machismo implícito, François censura y prescinde del otro como realidad real (aunque en verdad la ame, se está limitando a su propia percepción ilusoria del amor, bajo un lema de “amor libre y sin tapujos, si es amor no duele”).


Sobre los nuevos paradigmas del amor


¿Cuál es, por tanto, la posible semblanza ético-estética que le interesa plasmar a Varda? Que repensemos a la idea del amor libre en su pretensión purista y cerrada, cuya única función parece ser la de contentar y tranquilizar nuestro egoísmo más primario.


François parece declarar que “si hay amor, vale todo”, sin decirlo. Y esto es asumir una postura facilista, en la que se sugiere que hay una única manera de vivir el amor: natural, sin detenerse a pensar en cómo afecta o se ve involucrado el/la otro/a en ese sentir. La llamada de atención por parte de la directora es finalmente muy clara: nos encanta sintetizar y simplificar nuestras emociones, asumiéndonos como seres puros y perfectos, cuando en verdad somos complejos y contradictorios.


El amor no es simple, sino fruto de una serie de constructos socio-culturales de fuerte carga simbólica, adquirida por las constantes interrelaciones humanas. Las narrativas que nos rodean, las percepciones que perpetuamos día a día se encargan de consolidar ese ideario acerca del amor: el cine como medio discursivo legitima determinada concepción del amor. Pero a fin de cuentas el amor es una construcción simbólica, parte de la cultura, y por lo tanto es un ente fluctuante y cambiante. La invitación es a desmontar la concepción del amor como un acontecimiento sociológico simple. De eso se trata este film.


Varda nos alerta y propone la reflexión ética, a propósito de estos códigos morales aparentemente progresistas y de avanzada, que no hacen más que alentar la violencia simbólica machista. No es una declaración en contra de otros modos de relacionarse y de concebir el amor, sino una llamada de atención. Porque el amor no es un concepto simple y absoluto, sino que depende de cada persona en su relación íntima con un/a otro/a.


El terror humano, el terror familiar


Tal como sucede con François, esta concepción del amor libre es análoga a la idealización simbólica dominante de familia feliz, que la película tanto se encarga de retratar en las primeras escenas (con una apuesta expresiva al estilo tarjeta postal). También podemos apreciarlo en el final: un bosque anaranjado y un plano familiar digno de una película de horror. En ese desenlace, vemos a los cuatro miembros de la familia tomados de la mano, generando una suerte de repetición turbulenta y siniestra de esa concepción de felicidad estilizada. Se evidencia lo siniestro como sensación: el extrañamiento de lo familiar y de lo cotidiano. El peor terror es el terror humano, el hogareño, el que se despliega entre los objetos más corrientes y ordinarios, como una aparente postal de familia feliz. No resulta tan exagerado admitir que el encuadre final de La felicidad circunscribe uno de los desenlaces de terror humano contemporáneo más simbólicos del cine en el siglo XX.


Lo inverosímil como verdad


¿Qué más podemos decir al respecto? Que la contradicción perfecta del cine se hace lugar en esta película: para que pueda advertirse y contemplarse el horror de esos comportamientos humanos, se necesita de la pantalla de la belleza absoluta, de la purificadora y vivaz poesía visual que nos regala Varda. Por eso el registro de casi todo el film nos muestra una iluminación de amarillos y rojizos refulgentes, esperanzados, idílicos. Todo ese diseño de fotografía exalta la perfección y el idealismo moral que Varda busca hacer entrar en tensión y deconstruir: el cine como arma simbólica precisa que se lleve todo a un extremo (casi caricaturizado) para que el mensaje crítico implícito llegue al espectador.


En La felicidad, esa composición visual se tensiona hasta lo absurdo y lo inverosímil. Pero es que a Agnes Varda, como a la mayoría de los/as cineastas de la Nouvelle Vague, no les interesa la construcción de un verosímil narrativo, sino el alcance de una verdad cinematográfica subjetiva. Una verdad artística que ponga en tensión los códigos morales preestablecidos.

Sino, recordemos cómo definía ella misma a su creación audiovisual: “una hermosa fruta de verano con un gusano adentro”.

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